CARLOS FERNÁNDEZ LIRIA
Es una noticia muy importante que dos centenares de estudiantes llevan un mes encerrados en la Facultad de Filosofía de la UCM para resistir contra la mercantilización de la enseñanza (el llamado proceso de Bolonia)? Sí lo es. No desde luego por sus efectos históricos espectaculares, pero sí por su significado. Su ejemplo es muy clarificador respecto a lo que aún nos es legítimo esperar de este mundo en que vivimos, respecto a lo que no debemos renunciar a respetar y sobre lo que debemos defender a cualquier precio por encima de todas las
ofertas del mercado.
El hecho no tiene nada de habitual. No se trata de una protesta estudiantil entre otras sino de algo excepcional, podría decirse que casi por definición. Pues la filosofía no es más que la permanente reflexión sobre una excepción: "algo que hace a los hombres negarse a perder, por amor a la vida, aquello que hace a la vida digna de ser vivida". La filosofía es el intento de sacar las consecuencias de lo que se expresa en esta frase de Kant. Esta excepción comenzó en Grecia con una constatación esencial: lo interesante que era lo desinteresado. Saber por saber, desinteresadamente, resultó ser interesantísimo. De esa experiencia surgieron las matemáticas, la física, la filosofía, la ética y el derecho. De la perplejidad ante lo desinteresado surgieron las cosas que más nos interesan: el mundo entero de la razón y de la libertad. Y así fue como se inició para la humanidad la aventura más inquietante: la de convertir esa excepción en norma de la vida humana, que sólo entonces puede llamarse digna. Y también en norma de una ciudad en "estado de razón", o lo que es lo mismo, en "estado de derecho".
Los hechos de la Facultad de Filosofía son una angustiosa llamada de atención respecto a esa excepción. Y por eso –como la prensa no ha parado de repetir–, han tenido algo de excepcionales. ¿Una huelga a la japonesa? ¿De filósofos? Algo, cuando menos, poco habitual. Doscientos muchachos de entre 18 y 25 años, estudiantes de filosofía (y algunos también de filología, física, historia o psicología) se encierran en su facultad con la intención de pasarse las noches estudiando la legislación y la documentación oficial implicada en el proceso de Bolonia que está actualmente revolucionando la universidad europea: lo que ellos identifican como una mercantilización del conocimiento que amenaza, no ya la autonomía universitaria, sino, mucho más radicalmente, a esa autonomía de la razón a la que no puede llamarse en el fondo más que Libertad. Habilitan una especie de universidad nocturna, se reparten los textos legales por grupos, los leen, los estudian, los discuten durante la noche, acostándose luego a dormir en el suelo, tan solo unas horas, para poder asistir inmediatamente, a partir de las ocho y media, a las clases de la mañana. Porque, desde el principio, en efecto, se han comprometido a no faltar a las clases. Mientras tanto, deciden no fumar en el interior del edificio, limpian los baños, friegan los suelos. "Se comportan como angelitos", declararon a El País los guardias de seguridad. Las mujeres de la limpieza se han solidarizado con el encierro e incluso han colaborado económicamente en su caja de resistencia, perplejas ante la belleza de doscientos muchachos que creen en algo tan insólito como su derecho a estudiar, con tanto sacrifico y entusiasmo. Los profesores los hemos visto quedarse dormidos en las clases, extenuados de cansancio. Los hemos visto adelgazar, llenarse de ojeras, marearse, aunque sobre todo los hemos visto llenos de esa alegría que da estar convencido de tener razón.
Sobre estas y muchas cosas más, la "huelga de filosofía" ha logrado montar un debate público real respecto de un proceso en el que hasta ahora no había habido más que consensos prefabricados por autoproclamados expertos en política universitaria (Francisco Michavila, por ejemplo, que ha inundado el Ministerio de informes delirantes que insultan
a la inteligencia).
¿Tenemos que estar muy agradecidos a esos estudiantes? Mucho. Porque con su ejemplo nos han ayudado a recordar que hay evidencias que sin embargo son falsas y verdades que parecen excepciones, pero que son imprescindibles. Se repite mil y una veces que la universidad debe estar al servicio de la sociedad. Y sin embargo, no es así: la universidad debe estar al servicio de la verdad; sólo así estará en condiciones de rendir un buen servicio a la sociedad. ¿Acaso no es muy evidente que el derecho debe estar al servicio de la sociedad? Pero es todo lo contrario: de lo que se trata no es de poner al derecho en estado de sociedad, sino a la sociedad en Estado de derecho.
Carlos Fernández Liria es profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid
Ilustración de Iván Solbes
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