JOSÉ ENRIQUE ZALDÍVAR LAGUÍA
El pasado día 21 de julio, este diario inició una serie de artículos con un valiente titular en su portada: Maltrato animal, arranca el vía crucis de todos los veranos. Consultado el diccionario de la Real Academia Española y trasladado el significado del texto al mundo animal, debo decir que el titular me parece sumamente acertado.
La tradición, entendida como una costumbre que se transmite de generación en generación con el único fin de preservarla, sirve de justificación a un gran número de festejos populares en los que una serie de animales pertenecientes a la familia de los bóvidos, subfamilia bovinos, subespecie lidia, de diferentes edades y por lo tanto tamaños, servirán como entretenimiento y diversión a propios y extraños en numerosas localidades de nuestra piel de toro.
Ya han pasado las fiestas de San Juan, con sus hogueras en las que, entre otros, han sido ejecutados a tiros 13 toros, los famosos acericos de Coria. Ya han pasado las fiestas de San Fermín, donde la mezcla de alcohol, bullicio ferial y solemnidad religiosa ha conducido a la tortura a 54 toros y 6 novillos que, previamente, a primeras horas de la mañana, corrían por las calles de Pamplona, adaptadas para tal fin.
Ahora, una vez llegado el verano, el calor, el ocio, el aburrimiento y las largas noches en vela, se repetirá el esperpento hispánico.
No voy a hacer distinciones, no voy a disculpar a unos y a acusar a otros. Haya santos, devoción, tradición, control o descontrol, es todo lo mismo. Al final, sufrimiento, miedo, angustia, dolor, sangre y muerte para los animales. Diversión a raudales para los ciudadanos que de forma activa o pasiva participan en estos festejos.
El toro embolado proyectará su luz y su sombra en la noche; el lento caminar a tirones del toro ensogado recorrerá las calles asfaltadas de los pueblos; el toro a la mar conocerá el sabor del agua salada y nadará desesperado hacía no se sabe dónde. Mientras, unas vaquillas, encerradas en un recinto improvisado, embestirán a ciudadanos que por unas horas jugarán a ser toreros y a los que, para demostrar su valentía, no les importará recibir un revolcón y llenar su ropa de arena. Algunas, como recientemente se ha hecho en El Escorial, serán traspasadas por el acero del estoque puesto en las manos de aprendices de matador. El colofón se producirá en Tordesillas, con la muerte del toro alanceado en honor de la Virgen de la Peña.
Pero dejemos la narrativa y pasemos a la ciencia. Supongo que serán muchos los lectores que alguna vez se habrán planteado que estos animales sufren, los habrá que lo duden y los habrá que lo nieguen. Pues bien, a los dubitativos y a los negadores les expondré de forma escueta e inteligible las razones por las que estos seres vivos son capaces de sentir, como lo puede hacer cualquiera de ustedes.
Existe, en cualquier mamífero superior, un sistema nervioso capaz de desarrollar respuestas ante situaciones que nunca ha vivido, respuestas capaces de ponerle en alerta y respuestas que le llevarán a resistir e intentar adaptarse a esas novedades por las que nunca antes había pasado. Cuando el organismo es incapaz de responder a esos estímulos o agresiones que se repiten con frecuencia o son de larga duración, se producirá lo que en fisiología se denomina fase de agotamiento. Este último es el estado en el que acaban los animales utilizados en los festejos a los que me estoy refiriendo.
Todos ustedes sabrán lo que es el estrés, incluso lo habrán padecido en alguna ocasión, pero, por si no son capaces de encontrar la relación entre él y los hechos que estoy narrando, ahí van un par de definiciones:
"Agresión contra un organismo vivo" y "situación de un individuo o de alguno de sus órganos o aparatos que, por exigir de ellos un rendimiento superior al normal, les pone en riesgo de enfermar". ¿De verdad creen ustedes que estos animales de manada, herbívoros, y por tanto pacíficos –si es que no ven peligrar su vida y no pueden huir ante la amenaza–, no sufren cuando son sometidos a situaciones para las que no están preparados y que no han conocido en toda su existencia? Pues sí, sufren, y mucho. Debo añadir que aquellos que son utilizados y reutilizados una y otra vez, como ocurre en muchas ocasiones, sufrirán aun más. Está científicamente demostrado que los bóvidos fijan en su cerebro las sensaciones percibidas cuando toman contacto con algo nuevo, y si esta primera experiencia les resulta negativa y se repite, les causará un sufrimiento más intenso. ¿Quién dijo que los toros no tienen memoria?
Si aplicamos como norma que, en el bienestar animal, el organismo en cuestión debería no presentar alteraciones fisiológicas, es decir, que las manifestaciones emocionales del animal no deberían diferir de las que presentan en condiciones normales, convendrán conmigo –aunque a algunos no les importe y mis comentarios les produzcan cierta hilaridad– en que en todos los festejos donde la especie humana involucra a estos animales hay sufrimiento físico y psíquico. A algunos nos bastará con observar el comportamiento que muestran, sus expresiones faciales, su ritmo respiratorio; pero a los más escépticos les diré que existen determinaciones hormonales realizadas en estos animales que lo demuestran sin ningún género de duda. El cortisol, conocido como hormona medidora del estrés, se disparará hasta valores insospechados que podemos considerar como patológicos.
Haciendo mías las palabras de dos compañeros de profesión, la preocupación por el bienestar animal es el resultado de dos elementos: el reconocimiento de que los animales experimentan dolor y sufrimiento y la convicción de que causar sufrimiento a un animal no es moralmente aceptable si no existe razón que lo justifique.
Dejaremos para otro día la lidia, y la respuesta a ese estudio tan divulgado que habla de la capacidad del toro para superar el dolor que se le provoca en un 90%. Tiempo habrá de rebatirlo.
José Enrique Zaldívar Laguía es vicepresidente de la Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia (AVAT)
Ilustración de Mikel Jaso
Comentarios
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