MARÍA DOLORES GAVILÁN SÁNCHEZ
Vivimos en una sociedad en la que la violencia se hace tan cotidiana que optamos por transigir, por pasar de largo, de tal forma que esta empieza a difuminarse tanto en el imaginario colectivo que deja de ser violencia para parecer otra cosa. Y cuando, además, esa violencia se justifica en la tradición, en la cultura, y se transmite de generación en generación, todavía peor. Esto es lo que pasa con la violencia hacia las mujeres: no sabemos realmente lo que es ni dónde empieza. Fijar sus límites es el primer objetivo para plantear soluciones.
Vemos las cifras y ya nos queda claro, a la mayoría, que las asesinadas por parte de sus parejas o ex parejas son víctimas de violencia hacia las mujeres, también llamada violencia machista, violencia doméstica o violencia de género. Las dudas empiezan hasta en la forma de nombrar este tipo de violencia. Pero no hay dudas con respecto al número de víctimas: 45 asesinadas (según redfeminista.org) en lo que va de año, siete en Andalucía. Y no he visto a representantes del Gobierno ni de otras instituciones en el entierro de ninguna víctima de terrorismo machista.
Hay personas que no entienden que es peor –y así debe valorarse desde el punto de vista penal– que el agresor sea la pareja o la ex pareja a que sea alguien con quien no exista ningún vínculo de afectividad. Estas personas tampoco entenderán que esta violencia es fruto de una relación desigual, de dominación, en la que el hombre ejerce un poder para el que no está legitimado bajo ningún concepto porque sobrepasa todos los límites de la dignidad de la mujer. Y lo más perverso de todo es que, además, se justifica por amor.
También hay una violencia invisible, la de todos los días, la de todas las mujeres, que va desde las barbaridades que se escuchan al caminar por la calle hasta el despido por embarazo.
Me gustaría invitar a las personas que no creen que exista discriminación hacia las mujeres a que vengan a la Secretaría de la Mujer de UGT Andalucía y que atiendan el teléfono una mañana. Todos los días nos llaman muchas trabajadoras de todas las edades a las que discriminan en sus trabajos y en sus vidas por un motivo común: ser mujeres.
Cuando una sociedad espera algo en función del sexo con el que se nace ya se está condicionando a esa persona en muchos aspectos a lo largo de su vida. Cuando de una mujer se espera que sea madre porque necesitamos nuevas personas para mantener nuestro sistema contributivo, al menos podríamos esperar que la misma sociedad que nos educa para ello nos lo ponga fácil. Pero no, no es nada fácil. Cuando nos quedamos embarazadas nos despiden. Estamos haciendo una labor de futuro, ponemos a disposición nuestros cuerpos, nuestra salud, nuestro tiempo libre y el poco que nos otorgan por derecho para criar, educar, etc., pero nos despiden. Y cuando no nos despiden nos relegan de nuestras funciones, nos cambian de puesto, nos ponen muy difícil reducir la jornada, no nos sustituyen por otra persona, con lo que los compañeros de trabajo acaban posicionándose con la empresa: la sobrecarga de trabajo es razón suficiente.
Otra cosa que puede pasar es que una chica llegue a un trabajo y le guste a un compañero con estatus en la empresa. Al principio ella, que no quiere problemas, es tolerante con sus insinuaciones, bromitas, etc. Pero, día tras día, ese compañero sobrepasa cada vez más los límites hasta que es demasiado tarde para ella: ya hace mucho tiempo que se siente mal, que la relación no va bien con su pareja porque se siente culpable, y porque todo lo relacionado con el sexo le recuerda a ese compañero que no le deja en paz. Al final el culpable de acoso sexual se queda impune, mientras que la víctima abandona su empleo y su desarrollo profesional.
También sucede que una mujer joven empieza a trabajar en una empresa, tiene una prometedora carrera profesional, pisa fuerte por su formación y sus ganas, se promociona, pero pasa el tiempo y ve que no puede llegar más arriba, que los compañeros que entraron incluso detrás de ella tienen mejores cargos, mejores salarios, y no sabe qué ha pasado. Es el famoso techo de cristal.
Todo esto, y mucho más, le ocurre todos los días a mujeres con nombres y apellidos, los mismos casos y distintas mujeres, distintas empresas. Por ello quiero denunciar, como sindicalista y mujer, que cualquier discriminación hacia las mujeres es una forma de violencia hacia ellas que hay que erradicar.
Por esto animo a las trabajadoras a que denuncien cualquier forma de discriminación e insto a la solidaridad al resto de las personas trabajadoras. No permitamos la impunidad ante conductas como esta.
Espero que cada día tengamos los ojos más abiertos ante la discriminación y la violencia hacia las mujeres, que empecemos a sensibilizarnos, y que lo que nos parece o nos dicen que es normal comencemos a verlo rechazable y denunciable. Es una cuestión en la que nos jugamos mucho: desde el empleo hasta la vida.
María Dolores Gavilán Sánchez es secretaria de la Mujer de UGT Andalucía
Ilustración de Iván Solbes
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