GUILLERMO FOUCE
Con reiterada frecuencia, aquellos que pretenden recetar el olvido para no recordar a las víctimas de la violencia, suelen utilizar supuestos argumentos de carácter psicológico, como la necesidad de no reabrir heridas como recomendación terapéutica del olvido como tratamiento: "Hay que pasar página, mirar al futuro", aconsejan algunos. Unos argumentos que no son nuevos, y que los represores y sus cómplices repiten constantemente en nuestro país y fuera del mismo para evitar asumir responsabilidades.
También suele decirse que todo se hace desde el rencor, el odio, la ira y la búsqueda de venganza.
Pues bien, ni desde la experiencia práctica en procesos de acompañamiento psicosocial a víctimas de emergencia o de la violencia política (como el 11 M, Kosovo, el reciente accidente de Spanair, Argentina o las exhumaciones en España), ni desde la literatura especializada pueden sostenerse estas posiciones. No hay, por ejemplo, ni una entrevista o proceso de acompañamiento que nos indique que los familiares están motivados por el odio o el rencor; no hay ninguna evidencia de ello.
Quedan, eso sí, deseos de justicia, de recordar, y la necesidad como derecho humanitario de primer orden; de encontrar al familiar desaparecido y enterrarlo adecuadamente; de cerrar el largo, y silenciado durante años, ciclo de sufrimiento; devolver al deudo un merecido homenaje y recuerdo, enterrán-
dolo y honrándolo como merece.
Ni las entrevistas y acompañamientos desarrollados con los familiares, ni los conocimientos teóricos sobre este ámbito corroboran o apoyan que las víctimas deban guardar silencio para cerrar sus heridas. La legislación internacional y los derechos humanos marcan los tres pilares básicos de actuación consensuada en este ámbito: verdad (conocer lo
que ocurrió, "hacer memoria"), justicia y reparación.
Desde una concepción rehabilitadora psicosocial, sabemos que no puede haber elaboración de lo vivido hasta que se reconozca lo perdido y se hable de lo ocurrido. Sólo así se cerrarán heridas mal cicatrizadas, en este caso, por la imposibilidad de narrar lo ocurrido o por la presencia del terror social inoculado por la dictadura. Únicamente las víctimas directas y sus familiares son dueños de su memoria, y sólo ellos pueden determinar cuándo olvidar y cuándo recordar.
El olvido, además, será siempre relativo, los hechos traumáticos estarán siempre de algún modo presentes en la memoria, ya que forman parte de la identidad de las personas. Antes de poder mirar al futuro y olvidar, es necesario haber asimilado lo ocurrido, recordando, contándolo.
El dolor por la pérdida cura a largo plazo y es necesario para encajar lo ocurrido para encauzarlo y para hacer el proceso de duelo; el dolor social lo es también para no repetir errores.
Los dos instrumentos psicosociales básicos con los que contamos para afrontar situaciones como la represión, son: la posibilidad de hablar de lo acontecido para poder recolocar el transcurrir de la vida rota por los acontecimientos, por una parte, y el reconocimiento social a la persona perdida y la reparación, por otra. La represión masiva fue un instrumento para castigar a las víctimas directas y a sus familias, tratando de eliminar su identidad, su recuerdo y la posibilidad de manifestar dolor. Se trataba de establecer un castigo más allá de la propia muerte, extendido a la familia, borrar a la persona perdida, que no merece ni ser enterrada como un ser humano. Por eso, la sociedad debe apoyar a las víctimas, partiendo del reconocimiento social e histórico de su condición de tales, posibilitando la expresión de emociones y recuerdos, dando espacio para elaborar lo ocurrido y homenajear y recordar lo perdido.
Tiene poco sentido y resulta maniqueo, hipócrita, malintencionado y sin ninguna base o fundamento científico señalar la necesidad de recordar a las propias víctimas (mediante, por ejemplo, placas en las iglesias o beatificaciones), recetando el olvido para las otras víctimas para no reabrir sus heridas. El abismo moral existente entre el tratamiento a unas y otras víctimas resulta increíble y, al tiempo, inaceptable en nuestro país y en cualquier otra parte del mundo.
También podemos usar el sentido común: ¿Y si fuese una de su víctimas, de sus seres queridos a quien le recetasen el olvido? Entonces, seguramente, el debate terminaría demostrando lo superfluo que resulta. Por eso, hay que reivindicar
el desarrollo de medidas de recuperación de la memoria desde la óptica de los derechos humanos. Hay que acompañar al que sufre, ponerse en su lugar y, tras escucharle, reivindicar con él justicia.
Todas las víctimas son iguales, sí, pero no todas han sido recordadas y tratadas por igual; no todas obtuvieron reparación y reconocimiento, así que resulta grotesco recetar el olvido. Las víctimas de la represión sistemática y genocida franquista no son diferentes a las víctimas del 11-M, del 11-S, de Barajas o de ETA, y tampoco de otras víctimas en Argentina o Chile. Todas demandan, legítimamente, ser reconocidas como tales, que se conozca lo que ocurrió y que se les trate con justicia.
Los procesos de recuperación de la memoria histórica cierran heridas, cierran procesos y contribuyen a una mejora en las condiciones de vida de los familiares.
No se abren traumas, más bien se normaliza la convivencia, se rompen tabúes sociales y políticos y, con ello, las personas atenúan sus propias pesadillas.
GUILLERMO FOUCE es profesor en la Universidad Carlos III y coordinador de Psicólogos sin Fronteras
Ilustración de DANIEL ROLDÁN
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