Augusto Klappenbach
Filósofo y escritor
Cuando vemos a Nicolás Maduro tratando a un pajarillo como la reencarnación de Chávez o reverenciando su imagen en la mancha de humedad de una pared muchos sentimos la misma incomodidad que cuando su jefe y maestro enarbolaba un rosario invocando el favor divino para su gobierno. Algo similar sucede con gestos y discursos de este tipo que protagonizan otros gobernantes en América Latina. Y esta incomodidad es legítima. Creo que disimular esta crítica con un pretendido respeto a la sensibilidad popular no es otra cosa que asumir una actitud paternalista. En nada ayuda a un proceso político fomentar supersticiones como si el pueblo necesitara acudir a la magia para resolver sus problemas. Creo que se pueden y se deben criticar estos recursos que tratan a los ciudadanos como menores de edad.
Pero mucho peor que ese paternalismo comprensivo es el intento de descalificar todas las políticas de los gobiernos llamados populistas (¿qué significa populismo?) aduciendo como razón estos episodios pintorescos. Lo cierto es que mientras en Europa –como en tantos otros lugares- no se atisba ninguna señal de que se cuestionen los dogmas neoliberales que rigen la vida económica, en varios países de América Latina, en muy distinta medida, se están rompiendo las reglas de juego que colocaron a esa región entre las más subdesarrolladas del planeta. Las recetas del Fondo Monetario, que redujeron su "ayuda" a los países latinoamericanos a exigirles la reducción del déficit y el control de la inflación, ya no son obedecidas ciegamente. Se están desarrollando tratados comerciales que no dependen de las políticas impuestas por Estados Unidos, aunque todavía estén en fase embrionaria y compitan entre sí. Muchas nacionalizaciones de empresas esenciales están mermando la influencia y el expolio que ejercieron grandes multinacionales en la región. Mientras en Europa las desigualdades entre los que tienen más y menos ingresos han crecido considerablemente durante la crisis, Latinoamérica es uno de los pocos lugares donde esa desigualdad disminuyó. En los últimos años, varios de esos países han reducido la pobreza extrema y el analfabetismo en una proporción significativa. Y, quizás lo más importante, proliferan en la región iniciativas populares de solidaridad y proyectos de integración de comunidades marginadas en zonas deprimidas. Lo cual no significa, por supuesto, que hayan resuelto sus problemas: las desigualdades y la miseria no han desaparecido, los conflictos entre las naciones latinoamericanas frenan la integración de la zona, el autoritarismo sigue vigente, los problemas de financiación son un obstáculo para el crecimiento, la inseguridad es muy alta, la corrupción no ha sido eliminada.
Decía Max Weber que la legitimación del poder político puede ser de tres tipos distintos. El primero es el tradicional, el que se basa en la fuerza de un pasado que no se cuestiona, como las monarquías hereditarias; el segundo es el carismático, que se fundamenta en los atributos personales de un líder al que el pueblo entrega su confianza; el tercero es el legal-racional, hijo de la razón ilustrada y que se apoya en la ley. Los Estados modernos surgen de este tercer criterio, que asume la democracia representativa como forma de gobierno. Pero el sistema capitalista, que rige la vida económica de estos Estados, entra claramente en contradicción con esa democracia representativa, sobre todo en la medida en que aumenta el peso de los sectores financieros en su gestión, ya que la supuesta voluntad popular que se expresa por medio de sus representantes pierde poder día a día, reemplazada por el que surge de anónimos despachos que dictan las condiciones de la gestión política. El precario estado de bienestar por el que habíamos optado en Europa requiere financiación y si esa financiación depende de las decisiones de quienes no representan a los ciudadanos y ni siquiera pueden ser controlados por los poderes públicos, el concepto mismo de democracia se ve cuestionado. Si aceptamos que es necesario un cambio de paradigma político y económico a riesgo de poner en peligro el mismo sistema democrático y el estado de bienestar, estos débiles signos que aparecen en algunos países de América Latina son los únicos que se dirigen a cuestionar el poder de los mercados financieros y a recuperar al menos una parte del control democrático de la economía. En cualquier caso, más de lo que se puede ver en Europa.
La superación de este estado de cosas difícilmente se puede hacer siguiendo la lógica interna y el curso normal de los procedimientos de ese paradigma legal-racional de que hablaba Weber, que ha generado gobiernos (y oposiciones) sujetos a reglas de funcionamiento que privilegian la estabilidad del sistema, sin que sus gestores tengan demasiado interés en provocar situaciones que podrían poner el peligro sus carreras políticas. ¿Qué gobernante se atrevería a desafiar a los mismos poderes que hacen posible su estabilidad en el cargo, llegar al cual le ha costado años de buena conducta dentro del partido? Probablemente sea necesaria la intervención de líderes carismáticos para romper esa normalidad. Recordando, eso sí, que no faltan ejemplos de tales líderes, como Hitler y Mussolini, que llevaron sus pueblos al desastre. Pero recordando también que no se puede demonizar el papel del liderazgo carismático; tampoco faltan ejemplos, como Gandhi y Mandela, que pudieron superar regímenes totalitarios utilizando métodos poco convencionales, sin necesidad de atenerse a los procedimientos formales convencionales. En cualquier caso, la irrupción de esos líderes que rompen la estabilidad y se atreven a lanzar mensajes políticamente incorrectos con el apoyo de sectores importantes de la población constituye quizás la única manera de abrir un espacio en el que se comiencen a discutir las reglas de juego que rigen la práctica política y económica de nuestros tiempos y no solo la aplicación de cambios cosméticos. Aunque la prensa políticamente correcta (y no solo de derechas) pretenda identificar ese liderazgo carismático con un inoperante populismo demagógico.
Como siempre, la historia es impura, y resulta fácil descalificar en bloque regímenes políticos apoyándose en anécdotas más o menos pintorescas de sus líderes. Que por otra parte, y a diferencia de lo que sucedía hace poco tiempo en la época de los golpes de Estado, actúan dentro de la democracia representativa, con todos los matices que se quieran aducir. Los sistemas que dependen del carisma de sus líderes tienen sus riesgos, por supuesto. Como la tentación de sustituir medidas eficaces por soflamas revolucionarias, tomar decisiones precipitadas que provoquen lo contrario de lo que se pretende, asumir compromisos imposibles de cumplir, dividir más de lo necesario a los ciudadanos. Los resultados los dirá el tiempo. En cualquier caso, creo que los movimientos más o menos carismáticos que están apareciendo en América Latina constituyen uno de los pocos intentos de poner en cuestión los principios neoliberales sobre los que se basa la estructura económica actual. Una posibilidad que no se vislumbra en Europa, donde, por supuesto, se cuida mucho mejor la corrección del lenguaje y las formas protocolarias aunque nos lleven al fracaso.
Comentarios
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