JOSÉ ANDRÉS TORRES MORA
Si es legítimo argumentar que la crítica a las instituciones democráticas puede ser una defensa de la democracia, también es legítimo argumentar que la defensa de las instituciones democráticas no es necesariamente un ataque a la democracia.
Hace unas semanas un periódico publicaba un artículo, con foto incluida, señalando que los escaños del Congreso estaban prácticamente vacíos. No cabe duda de que los escaños desiertos son tan buena imagen fotográfica como mala imagen política. Mi generación ha crecido viendo la imagen de un líder solitario en su escaño en cada una de las legislaturas desde la transición. Una metáfora atractiva, capaz de evocar muchas ideas literarias sobre la soledad del poder o la decadencia del héroe, pero poco útil para comprender el parlamentarismo.
Desde aquel día se ha sucedido toda una retahíla de noticias sobre el sueldo de los diputados, el número de sus iniciativas y las otras actividades a las que se dedican. Noticias que ponen una letra, no siempre precisa, a una vieja música antipolítica. Es justamente la imprecisión lo que hace nacer la sospecha sobre el sentido de esos artículos. Estos días hemos leído cómo se comparaban el número de intervenciones orales de los diputados de los grupos minoritarios con el número de intervenciones de los diputados de los grupos mayoritarios, o la falta de exclusividad en la actividad parlamentaria del miembro de una ejecutiva con la del socio de un bufete de abogados. Así salen números mágicos, de magia negra, azul o parda, como el escaso diez por ciento de diputados que tendrían dedicación exclusiva, entre los que no se encontrarían ni el presidente del Gobierno ni el líder del principal partido de la oposición, por si alguien puede imaginar personas con mayor exclusividad en su trabajo político. Pero hay quien se dice: por qué dejar que la verdad arruine la fiesta populista, cuando el coro crece y crece.
Sería bueno preguntarse por qué, legislatura tras legislatura, se repite la escena de los escaños vacíos. Si lo hacemos, encontraremos mejor la respuesta en el funcionamiento ordinario del parlamentarismo moderno que en la moralidad laboral de los diputados. El objeto del discurso en la tribuna es más dejar constancia fidedigna de la posición del parlamentario y de su grupo en el Diario de Sesiones y en el registro videográfico de la Cámara, que un procedimiento deliberativo en sentido estricto. El debate en el Pleno es sólo la formalización pública de todo un trabajo previo, de un largo proceso de deliberación en el que es posible hacer lo que sería imposible hacer en una sesión plenaria.
Aunque a cualquier observador atento se le ocurrirían mejores objetivos políticos, ahora parece que toca encontrar la fórmula para llenar el hemiciclo todo el rato. Hay quienes, para ello, proponen reformar el reglamento. Otros, un paso más allá, proponen reformar el sistema electoral. Estos últimos argumentan que con un sistema electoral como el anglosajón las cosas serían muy distintas en nuestra vida política, y además el hemiciclo estaría todo el rato lleno.
Es bastante probable que introducir un sistema uninominal y mayoritario en nuestro ecosistema político tuviera un efecto tan nocivo como el que ha producido la introducción del foráneo mejillón cebra en el ecosistema de nuestros ríos. Aunque también es posible que no pasara nada, los electores españoles llevan 30 años votando igual las listas cerradas y bloqueadas del Congreso que las listas abiertas del Senado. Pero lo que es seguro es que tal reforma no conseguiría llenar el hemiciclo todo el rato.
En su libro La audacia de la esperanza, el presidente Obama escribe: "aparte de los pocos minutos que llevan las votaciones, mis colegas y yo pasamos poco tiempo en la sala del Senado (...). Para cuando llegamos a la sala y el secretario empieza a pasar lista, todos los senadores han decidido ya –tras consultar con su gabinete, el líder de su caucus, cabilderos preferidos, grupos de interés, correos de los electores y tendencias ideológicas– cómo van a votar". Tras describir la imagen habitual de un senador hablando en un salón de plenos casi desierto concluye de manera literaria: "En el cuerpo deliberativo más importante del mundo, nadie escucha".
Si es necesario reformar nuestras instituciones, la solución no es tanto importar un modelo político extraño como entender primero cómo funciona el nuestro. Por lo demás, probablemente habrá diputados más trabajadores que otros. Como en todas partes, como en las fábricas, las escuelas o los hospitales. Pero lo cierto es que, en opinión de una mayoría de los ciudadanos, nuestra democracia ha funcionado razonablemente durante estos últimos 30 años. A ello han contribuido unas Cortes que, con todas sus virtudes y sus defectos, han hecho buenas leyes, han controlado a los gobiernos y, en general, han contribuido al crecimiento de la libertad y la prosperidad de nuestro país, todo ello por voluntad y en representación de los ciudadanos.
José Andrés Torres Mora es Diputado por Málaga y miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE
Ilustración de Iker Ayestaran
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