Hace año y medio escribí que el Rey Felipe VI propiciaría un referéndum sobre Cataluña para "justificar su reinado". Era lo inteligente y lo que le aconsejarían sus asesores. Un Rey a quien nadie ha votado necesita asentar su jefatura sobre algo que vaya un poco más allá de ser un Borbón, hijo de su padre y heredero en el siglo XXI de un puesto de trabajo fijo en la política -gracias, valga recordarlo, al golpe de estado de 1936-. Pero igual que Rosa Díez -cada día más vociferante- se pegó un tiro en el pie en su día ella solita renunciando a aliarse con Rivera, Felipe VI ha decidido echarse en brazos del partido más corrupto de Europa y responsable del desaguisado en el que estamos. Durante los días del asalto al Palacio de la Bastilla, Luis XVI, aburrido, escribió en su diario: "nada, nada, nada". Un problema no pequeño de los reyes es que se terminan creyendo que son reyes. Y se olvidan de que la gente puede consentir con un reinado solamente si entiende que sirve para algo.
Le pasó a su padre, el Rey Emérito, a quien los españoles le regalaron la legitimidad democrática por parar un golpe, el del 23-F, que había salido de su entorno más cercano. Paradojas de la historia que le salvaron su reinado y le permitieron seguir haciendo un lucrativo trabajo de lobbista y, de paso, lo que le viniera en gana. A Juan Carlos I le nombró su sucesor como Rey el dictador Franco y lo sancionó la Ley para la Reforma Política, última ley franquista, que fue también la primera ley de la democracia. Su padre, Juan de Borbón, le entregó a regañadientes la legitimidad monárquica dos semanas antes de las elecciones de 1977. Y aparte de saberse de sus aventuras extra conyugales de vez en cuando, no había destacado por hacer algo más que borbonear. Pero los medios le presentaron como el que paró el golpe del 23-F y los españoles lo compraron. El diario El país hizo el resto.
El hijo necesitaba algo similar y la ocasión de oro estaba, cuarenta años después de la Constitución de 1978, en dirigir una reforma que zanjase la discusión territorial. Pero ha cometido un terrible error y no debe descartar que los españoles decidamos, como ocurrió en el siglo XIX con Isabel II y en el siglo XX con Alfonso XIII, prescindir de sus servicios e invitarle a buscar residencia fuera del Palacio de la Zarzuela.
Catalunya es una nación y si hay que repetirlo es porque España -mi nación a día de hoy y con la que quiero enfrentar los problemas globales del siglo XXI- está mal enseñada y mal aprendida. Lo sabían los constituyentes de 1978 y lo escribieron en el artículo 2 en los términos de la época (hablaron de nacionalidades porque había ruido de sables). Cada vez que los españoles hemos votado en libertad, ha emergido la condición plurinacional de España. La única manera de que no se rompa nuestra nación de naciones es o con una dictadura o con un acuerdo entre los diferentes territorios del estado. Cierto es que algunos han ladrado un "a por ellos". Pero son minoría. Aunque ni ellos ni nosotros lo hayamos hecho saber.
Habíamos avanzado mucho con el Estatut, que cumplía con el mandato de la Constitución -el marco territorial sería acordado por el Parlament catalán, por el Parlamento español y por el pueblo de Catalunya en referéndum-, pero el PP rompió el acuerdo al ciscarse en los artículos 151 y 152 y entregarle la responsabilidad política al Tribunal Constitucional. Y no a cualquier Tribunal Constitucional, sino a uno presidido por un juez con carnet del PP. El callejón sin salida actual lo puso en marcha Rajoy cuando empezó a recoger firmas en la calle para frenar el Estatut que expresaba la voluntad constitucional. El PP llegó tarde a la democracia (a las libertades, a la Constitución, a las Autonomías, al divorcio, al aborto, al matrimonio homosexual, al derecho de huelga, a la libertad de expresión) y en cuanto nos descuidamos regresa a sus orígenes.
Este 3 de octubre el Rey Felipe VI ha perdido la oportunidad de hacer valer el artículo 56 de la Constitución que dice: "El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones". El Rey ha preferido ser un correveidile de las tesis de Rajoy, tesis que han logrado que además de los independentistas, estén en contra del PP en Catalunya también los no independentistas. El PP no obtiene en Catalunya ni el 8% de los votos y ha decidido convertir ese fracaso en la oportunidad de enfrentar a españoles con españoles. Ha sido Rajoy quien ha multiplicado el número de independentistas. ¿No debieran acusarle desde sus fila de traición a la patria?
Felipe VI hubiera necesitado coraje para enfrentar al gobierno de Rajoy y a la brutalidad de la represión del PP en Catalunya que tiene atónita a la Europa democrática. No se trata en absoluto de que hubiera abrazado el comportamiento de Puigdemont, claramente fuera de la Constitución, pero debiera haber entendido que el conflicto es político, no un asunto del código penal. Y él, sobre todo él, podría haber llamado al diálogo. Pero ha decidido enarbolar él mismo la porra en vez de visitar a las víctimas de la violencia de una guardia civil y una policía que, salvo algunos llenos de ira, hubiera deseado estar en otro sitio, por ejemplo deteniendo a corruptos. Tampoco le resultó fácil a su padre desmontar el golpe en el que había colaborado de una forma u otra, pero hizo balance, se tomó unas horas y asumió la decisión correcta. Y pudo reinar durante cuarenta años. Quizá recordado que su padre se pasó buena parte de su vida en Estoril. Felipe VI se ha puesto del lado del PP que enfrenta 800 cargos de corrupción y la queja de Europa por la brutalidad de la represesión. Valiente árbitro.
La solución a los muchos problemas de España -el conflicto con Catalunya, pero también la corrupción, el desempleo, el vaciamiento de la hucha de las pensiones, la violencia en Murcia contra la población, la precariedad laboral, los desahucios, los recortes en sanidad y en educación, la emigración de nuestros jóvenes, los problemas de desertización ligados al cambio climático- pasa por acordar un nuevo contrato social. Es decir, por un proceso constituyente. Pasados cuarenta años de la última Constitución ¿quién quiere frenar que los españoles acordemos las bases de nuestra convivencia?
Los errores cometidos por el gobierno del PP en Catalunya nos obliga a todos los españoles a volver a discutir, con calma y fraternidad, las bases de nuestro contrato social. Los que no queremos ni que Catalunya se ponga de rodillas ni vea como única salida irse de España, convocamos a un proceso constituyente. Es la tan cacareada "segunda Transición", ahora sí, pero que, pasadas cuatro décadas de la muerte de Franco, tiene que asumir no poco de primera ruptura. En especial con los nostálgicos del franquismo y sus métodos y para que no se nos rompa el país. Tampoco es tan complicado. Para Catalunya bastaría un nuevo acuerdo económico que no olvide la solidaridad, autogestión en cuestiones lingüísticas y culturales, reconocimiento constitucional de la identidad como nación, traspaso de competencias y compromiso con la gestión del Estado, y un compromiso federal auténtico que convierta en real que, por ejemplo, el Tribunal Constutucional pueda estar en Barcelona. Y, por supuesto, que decidieran, en un referéndum pactado con el Estado y vinculante a ambas partes, su vinculación a España.
La discusión acerca de la monarquía no estaba en la agenda. Pero el comportamiento de Felipe VI ha vuelto a colocarla en el tablero. Decía Jaime Miquel que la España que emerge es plurinacional, y no entender esto coloca a Ciudadanos como mera muleta del PP, al PSOE como una veleta que oscila entre el bochorno y el patetismo, y al Rey Felipe VI caminito de Estoril. Nos corresponde a la ciudadanía asumir nuestras responsabilidades. Y la primera de todas es echar a todos los políticos responsables de habernos traído a este sindiós en lo que se ha convertido nuestra democracia. Han hecho mal su trabajo y hay que echarlos. Y Felipe VI, el rey inédito, ha decido echar su suerte al lado de los que nos sobran.
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