Fernando Luengo
Profesor de Economía Aplicada en la Universidad Complutense de Madrid, investigador del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembro del colectivo econoNuestra
"Recortamos las prestaciones por desempleo para estimular la búsqueda de empleo" Así se pronunciaba el presidente del gobierno el día que anunciaba el programa de recortes más drástico de las últimas décadas. Como leía un texto, suponemos que redactado a conciencia, es difícil imaginar que dicha afirmación se haya colado por descuido, o por error. Debemos suponer, en consecuencia, que ha sido deliberada y que se quería decir lo que se dijo.
En muchos de los manuales de economía laboral que se enseñan en nuestras universidades se sostiene una tesis parecida: Las personas en edad y dispuestas a trabajar (lo que los economistas llamamos población activa) se enfrentan al dilema de trabajar o permanecer ociosos. En la resolución de ese dilema ocuparía un lugar central la relación entre el salario percibido por desempeñar un trabajo, por un lado, y el nivel y duración de la prestación por desempleo, por otro lado. Cuanto más generosa sea ésta, menores serían los estímulos para buscar activamente un trabajo, de modo que los trabajadores se inclinarían por disfrutar de su ocio, eso sí, protegidos por la cobertura pública. Llevados por este razonamiento, la existencia de una relación inversa entre empleo y prestación, los economistas neoliberales con posiciones más extremas defienden que un adecuado sistema de estímulos es incompatible con la existencia misma de la prestación, por lo que debería ser suprimida. No podemos aceptar, sin embargo, este relato, por varias razones.
Empecemos por lo más evidente, que también es lo más urgente. La prestación por desempleo es un mecanismo anti cíclico que se activa en periodos de crisis económica. Esto quiere decir que, si existe el derecho a la prestación (derecho que, no lo olvidemos, se disfruta porque el trabajador ha cotizado a la Seguridad Social a lo largo de su vida laboral), la pérdida del empleo permite recibir una compensación monetaria, la cual, junto a otros rubros de gasto público, contribuye al mantenimiento de un determinado nivel de demanda agregada. En un contexto como el actual, caracterizado por una brusca y continuada caída de la misma, recortar el importe de la prestación (y más en general, entregarse a una política encaminada a reducir de manera drástica el gasto público como la que se está aplicando en la actualidad) supone cercenar aún más las posibilidades de recuperación económica.
Conviene aclarar (¡¡tener que aclarar esto, a estas alturas!!) que la responsabilidad del desempleo no es, con carácter general, de quien lo padece. La crisis económica ha destruido millones de puestos de trabajo, sin que las políticas aplicadas hasta el momento hayan creado las condiciones para recuperarlos; todo lo contrario, han agravado la situación. Y un problema que se superpone a este, y que acaso lo oculte, es que durante las últimas décadas, incluso en contextos de mayor crecimiento, las economías europeas no han sido capaces de absorber la oferta de fuerza de trabajo disponible. Añadamos que la calidad (la decencia, utilizando un término usado por la Organización Internacional del Trabajo), esto es, los salarios y los derechos laborales, han experimentado una merma continua en el conjunto de la Unión Europea, no sólo en los países del Sur.
Se supone, asimismo (aunque no se diga de manera explícita... por ahora), que la persona que está desempleada prefiere mantenerse en esta situación a desempeñar un trabajo. Su inclinación natural (reforzada por el estímulo perverso que representa la prestación) sería situarse fuera del sistema productivo. Se ignora así que el trabajo, además de proporcionar un salario con el que cubrir las necesidades, es una fuente de derechos individuales y colectivos y refuerza la autoestima; al contrario, el desempleo genera frustración, desconfianza y desmoralización, además de ser un factor de descualificación. Téngase en cuenta, por otro lado, que la supuesta comodidad de vivir de la "sopa boba" que supone la prestación omite (¿deliberadamente?) que su importe no ha dejado de reducirse con las sucesivas reformas laborales introducidas en los últimos años y que, transcurrido un periodo de tiempo (que también se ha recortado), el trabajador deja de recibirla, pasando a depender de las crecientemente precarias redes de asistencia social. Una cosa más, reducir la prestación por desempleo o el salario mínimo no crea puestos de trabajo, del mismo modo que tampoco los crean las políticas que no tienen otro objetivo que aminorar los costes de las empresas presionando sobre los salarios. En este sentido, diferentes estudios de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (el club de referencia de la ortodoxia económica) ofrecen resultados muy dispares, en absoluto concluyentes e incluso opuestos a las tesis más liberales.
Conociendo (parcialmente, pues tan sólo emerge la punta del iceberg) las retribuciones que se auto asignan los directivos de las grandes corporaciones, las indemnizaciones que reciben cuando abandonan sus cargos (a menudo, tras enriquecerse llevando a sus empresas a una situación financiera límite o directamente a la quiebra), cuando se sabe que las grandes fortunas apenas tributan, cuando se acaba de amnistiar, a cambio de una mínima penalización, a los defraudadores... resulta obsceno y cínico, además de ineficaz, meter la tijera en la prestación por desempleo y pretender mejorar el balance ocupacional a través de este "estímulo".
Reducir la prestación, en un contexto de desempleo masivo y de desequilibrio en las relaciones de poder, en beneficio del capital, sólo servirá para reducir todavía más los salarios, de los que tienen la suerte de trabajar, reduciendo asimismo la muy limitada capacidad de presión de las organizaciones sindicales. Si no hay suelo o éste se tambalea (porque se recorte el importe de la prestación o se rebaje el salario mínimo), las empresas jugarán, como ya lo están haciendo, la baza de los bajos salarios, perjudicando sobre todo a los colectivos más vulnerables.
La derecha política y los mercados, liberados de complejos y prevenciones, superadas todas las líneas rojas, arrumbados los muros de contención que aún quedaban en pie, ponen sobre la mesa su gran apuesta: someter los derechos sociales al escrutinio de los mercados. Esos mismos derechos por los que muchos hemos peleado, que tanto tienen que ver con la democracia, el ejercicio de la ciudadanía, la dignidad y el progreso.
Comentarios
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