Este es el tercero de una serie de artículos que pretende esclarecer cómo el patriarcado genera desigualdad entre las personas en función de su sexo (que no de su género, aquí una explicación de este error generalizado, que la mayoría de las veces se comete sin querer).
El sistema patriarcal se vale de muchos tentáculos para mantener esa discriminación y opresión hacia las mujeres, y no solo hoy, sino históricamente. Que los hombres maten y violen a niñas y mujeres de forma masiva todos los días en todos los rincones del mundo no ocurre por casualidad o por biología, sino por un sistema de creencias muy simple pero muy bien asentado y aceptado por la sociedad. ¿Cómo lo consigue el sistema? En el primer artículo nos centramos en un tentáculo muy importante, el mito del amor romántico. En el segundo, hablamos de la enemistad entre mujeres, fomentada y bien argumentada por el patriarcado.
Hoy, profundizamos en los dos tipos de patriarcado que articulan las sociedades del mundo. Hay dos tipos de patriarcados: patriarcado de coerción y patriarcado de consentimiento, como bien fijó la filósofa feminista Alicia Puleo.
Los patriarcados de coerción son los que siempre han poblado el mundo, y la igualdad ni siquiera es formal. Las normas y reglas que benefician a los varones se imponen a las mujeres con amenazas y violencia, y se aplican castigos de todo tipo (llegando como saben al asesinato -muchas veces legal- de la mujer) a aquellas que no cumplen los preceptos misóginos de su sociedad. Aún a día de hoy existen sociedades con patriarcados de coerción: allí donde las mujeres no pueden quitarse el velo, por ejemplo, como Irán. O donde las niñas tienen prohibido ir a la escuela, como Afganistán. O donde las mujeres necesitan de un "tutor" que les dé permiso para viajar, como en Catar, o para casarse, como en Arabia Saudí, este último país ha sido por cierto elegido de forma unánime por la ONU para que presida el Foro de Igualdad entre hombre y mujeres, te tienes que reír. En los patriarcados de coerción las niñas y mujeres ven segadas de raíz su libertad, sus derechos, sus oportunidades.
Algunas sociedades, como la nuestra, han visto evolucionar su patriarcado de coerción a patriarcado de consentimiento. ¿Qué significa esto? Que las mujeres somos -ante la ley- iguales a los hombres, es decir, que disfrutamos de una igualdad formal. Es en este punto cuando te suelen salir en redes esos señoros tan ofendidos que te exigen que les nombres un solo derecho que ellos tengan y que tú no. A muchos de estos señoros (otros, no, otros lo entienden perfectamente) no les llega para entender que tener igualdad formal no es disfrutar de una igualdad real. Y un ejemplo claro es el ámbito de la justicia que existe en estos patriarcados de consentimiento, esa justicia llena de jueces que ven "jolgorio" cuando la violan a una, o que te preguntan si cerraste bien las piernas, o que exigen saber qué ropa interior llevabas, porque claro, a lo mejor ibas buscándolo. Algunos de estos señoros sí entienden este punto pero solo cuando se trata de ver a miembros de la casa real librarse de la cárcel solo por ser de la casa real, y hacen hasta memes y chistes sobre la famosa frase -también real- de que "la justicia es igual para todos". Pero cuando se trata de reconocer que no solo la clase social importa ante la justicia, sino que también importa tu sexo... ahí ya dejan de entender que el sistema está convenientemente tuerto. O, bueno, se marcan un "emérito", y acaban contestándote ellos mismos ante tus denuncias aquello de "la justicia es igual para todos".
El patriarcado de consentimiento no son más que los patriarcados de coerción intentando acomodarse en las sociedades donde el feminismo ha tenido más éxito. Porque el feminismo ha ganado muchas batallas, en algunas sociedades más y en otras menos, pero ha ido ganando terreno. Sin embargo, es obvio que la guerra la va ganando la misoginia: la violencia de todo tipo de hombres contra niñas y mujeres es insoportable. Los patriarcados de consentimiento ya no operan a través de la intimidación y la violencia, sino mediante la cooptación y la complicidad: son sistemas que se nutren de la construcción de narrativas sociales y culturales que glorifican la subordinación de las mujeres y la presentan como la norma deseable. Por ejemplo, el hecho de que se nos venda desde niñas como una meta vital el encontrar un hombre con el que casarse y tener hijos, siendo la alternativa a eso poco menos que un infierno: te quedarás sola, rodeada de gatos, te volverás loca, te quedarás para vestir santos mientras se te pasa el arroz. El horror. La construcción es tan fuerte y está tan asentada, que no se ha desarticulado por mucho que, históricamente, hayan sido esas "locas de los gatos" las que han pasado la vida viendo en sus amigas "princesas del cuento" los estragos de ese cuento de hadas al que ellas no pudieron acceder: dependencia económica, violencia en el hogar, esclavas de la crianza y las tareas domésticas, y sobremedicación para seguir siendo funcionales.
La glorificación del matrimonio, de la maternidad (¡y cuantos más hijos, mejor!), de cumplir con los roles que impone el género, etc. solo hacía felices y les daba libertad a los hombres, evidentemente. Y, encima, ellos eran los "cazados" por ellas. Como si ellos hubieran podido sobrevivir sin sus esposas que han hecho siempre de chachas, de madres, de psicólogas, de estrategas, de abogadas, de maestras, y encima tenían la obligación de satisfacer sus deseos sexuales cuando a ellos se les pusiera en los huevos.
La dominación y el control de las mujeres por parte de los hombres siempre se ha disfrazado de protección, y la sumisión femenina a esta dominación siempre se nos ha mostrado como virtud y saber estar. El patriarcado de consentimiento se beneficia de que las niñas y mujeres estemos colonizadas por estas narrativas, ya que acabamos siendo nosotras las que estamos deseosas de cumplir con el patrón preestablecido. Que queramos ser subyugadas es un regalo para el sistema, ya que no tienen que prohibirnos nada, ni perseguirnos, ni lapidarnos: vamos solitas donde el sistema quiere que vayamos. Nuestra sumisión lleva un lazo enorme y promete la felicidad eterna, ¿cómo no íbamos a quererlo? Hemos estado toda la historia haciéndole el trabajo sucio al sistema porque nos hicieron creer que era el camino hacia nuestra felicidad.
En los patriarcados de consentimiento a las mujeres no se les denunciará por no cumplir las normas diseñadas para nosotras: somos nosotras mismas, enarbolando el "soy libre para elegir", las que buscaremos cumplir con dichas normas, tanto en la esfera pública como en la privada. Y quienes se atrevan a desafiar dichas normas, antes incluso de recibir el rechazo social, verán con horror actuar a su propia culpa, que ha sido bien instalada hasta el tuétano por el mismo sistema patriarcal. La culpa hará su trabajo, taladrándonos el cerebro. No podemos no nombrar en este punto que el capitalismo ha hecho su agosto en este sentido también: todas esas normas a seguir conllevan casi siempre un gasto económico, no solo psicológico, físico y anímico. El consumo está íntimamente ligado con todo siempre, pero en nuestro caso, ese gasto se multiplica. Y por si nos parecía poco gasto, la guinda del pastel se llama tasa rosa.
A las mujeres tampoco nos prohíben legalmente hacer o decir cosas que no le prohíben a los hombres en un patriarcado de consentimiento, pero no las hacemos o decimos precisamente porque así nos han educado desde que nos vieron el sexo al nacer. La influencia sobre nuestras acciones y decisiones viene más de las normas socioculturales que de las leyes. Son estas normas y valores compartidos en la sociedad y la cultura los que, en muchos casos, ejercen presión sobre quienes tienen el poder de legislar, impulsándolos a derogar o crear dichas leyes. Este fenómeno deja ver el inmenso poder que la sociedad tiene sobre sus individuos, modelando sus comportamientos y expectativas de tal manera que, ya en la adultez, quien quiere de forma consciente deshacerse de ellos, se dan cuenta de que es misión imposible.
Las mujeres no tenemos la libertad para vivir libremente en ninguna de nuestras facetas. Ni algo tan simple como dejar de depilarse las piernas es fácil. Los hombres, en su inmensa mayoría, ni siquiera sabrían depilarse una pierna; nosotras sabemos hacerlo con los ojos cerrados, y también conocemos otras técnicas, de hecho, nos sabemos las tarifas del láser y la efectividad de cada una de ellos. Y en este ejemplo se ve también el factor consumo, porque son gastos para siempre: desde la pubertad hasta el fin de la vida. Muchos de los señoros -que no saben qué es ser una mujer con pelos en esta sociedad- te dirá que te falta personalidad, que te tiene que dar igual si te miran o cuchichean, o incluso si se giran una y otra vez para asegurarse de que han visto lo que han visto: ¡una mujer con pelacos en las piernas! Ni caso a esos señoros machoxplicadores, son los mismos que no se pondrían una falda ni aunque tuvieran una cirugía recién hecha en la huevada.
Y este ejemplo es de los más nimios que podríamos mencionar. Con el feminismo, la cosa luego se complica gracias a la consabida culpa. Una llega a entender que no quiere gastar tiempo en meterse en el canon marcado, y por ejemplo, decidirá que no va a volver a depilarse. Una se llena de razones, se deja los pelos de las piernas, por ejemplo, y se sentirá libre, maravillosa, un poco más dueña de su cuerpo... pero vivirá momentos en los que sus ganas de pelearse con las normas y reeducar el ojo ajeno menguan. Y sentirá culpa por su tentación de depilarse sin desearlo. Habrá días que no se siente lo suficientemente fuerte para soportar la presión en el gimnasio, o un día con la familia política en el parque acuático, o habrá una boda a la que no podrá faltar y se sorprenderá pensando que está faltando el respeto a los novios si no se depila (me ha pasado todo lo anterior). Entre la culpa de traicionarse a una misma o traicionar a los demás, ganará -porque es mujer- la culpa de traicionar a otros. Entonces cogerá la cuchilla y se dejará las piernas calvas, listas para ser mostradas a una sociedad que la odia tal y como ella es. Y se verá ridícula con sus piernas sin sus pelos, se dirá que parecen antinaturales y definitivamente más feas, como enfermitas. Pero lo importante es que solo se está fallando a ella misma, no a quienes importan: los demás.
En un patriarcado de consentimiento cualquier mujer irá a una boda depilada, maquillada, sin enredos, peinada, con su vestido y accesorios a juego, recién lavada y perfumada. Y te dirá que asistió así porque ella quiso, nadie la obligó, es libre como el viento.
Comentarios
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