Por qué tienes que ver La Sustancia

Por qué tienes que ver La Sustancia
Una secuencia de la película (Elástica Films).

La Sustancia es la segunda película de la directora francesa Coralie Fargeat, una sátira terrorífica que refleja y te hace vivir intensamente la presión que las mujeres sentimos sobre nuestros cuerpos. Fargeat ha contado con dos actrices para representar a las mujeres en dos épocas diferentes de nuestra existencia: Demi Moore (para esa etapa en la que la sociedad nos quiere invisibles o fuera de circulación) y Margaret Qualley (para cuando somos jóvenes y, además, agradables a la mirada masculina). Elizabeth Sparkle (Moore) es una presentadora de televisión que ha hecho fitness para la audiencia durante décadas. Pero ha llegado a una edad incómoda en la que nadie quiere seguir viéndola realmente. Por suerte, hay algo llamado "La Sustancia". Es fácil y autoaplicable, y gracias a ella podrá nacer de ti otra tú, esta vez más joven, más normativa, más delgada, más flexible, más apetecible para la mirada masculina. Solo hay una cosa que Sparkle no debe olvidar: tanto ella como su nueva versión son una única persona, en realidad. La vida han de dividírsela de una forma fácil: cada una de ellas vivirá una semana, mientras la otra está inconsciente.

Sue, interpretada por Margaret Qualley, es esa versión nueva y "mejor" de Sparkle tras La Sustancia. Lo que hace Coralie Fargeat con la cámara cuando nace Sue y cómo Sparkle/Sue se maravillan frente al espejo por la carne tersa y las medidas ideales pone los pelos de punta. Una Sue joven, delgada, normativa, comienza a ensayar gestos y muecas infantiles, y se asegura de ahí en adelante de estar siempre sonriente para la mirada masculina. El cómo Sparkle usa el cuerpo de Sue y cómo Sue desprecia el cuerpo de Sparkle te deja sin respiración frente a la pantalla. La aceptación de la sociedad de ese uso del cuerpo y, cómo a su vez, la sociedad también te usa, te hará apretar los dientes. Llévate la férula de descarga al cine.

No hay escapatoria a esta película. Son dos horas y veinte en el cine, dos horas y veinte sin moverte de la butaca. Dos horas y veinte donde cada minuto es necesario para que Fargeat pueda llegar a hacer lo que consigue: que cualquier persona, hombre o mujer, pueda sentir el agobio, la presión y la extenuación que el patriarcado ejerce contra el cuerpo de todas nosotras. La tensión en la sala es casi palpable, realmente no hay salida, aun cuando sabes que la puerta se abrirá si quieres irte. Pero no te vas.

Las mujeres estamos destinadas a acabar en el matadero, tomemos el atajo que tomemos, y de la misma manera no puedes apartar los ojos de la pantalla porque te horroriza tanto como a Sparkle ser aparcada en la cuneta y olvidada, tienes miedo a que nunca dejen de presionarte para que te pinches botox, te tiñas las canas, tienes miedo de no estar haciendo el suficiente ejercicio para que no se note la celulitis, tienes miedo de no volver a estar tan delgada como con 20, tienes miedo de tu propio cuerpo y de sus cambios, tienes tanto miedo de la naturaleza como de la gente y su mirada masculina... y lo único que de repente no te da miedo en el mundo es la atmósfera terrorífica de esta sala de cine, donde todo el mundo está conteniendo la respiración para no perderse la siguiente escena y, con ella, poder seguir horrorizándose un poco más y un poco mejor. La deriva de Sparkle es alienante, es horrible, es incompatible con la vida, pero es que tú eres Sparkle, así que no puedes irte del cine y dejarla sola.

Nunca había visto en imágenes lo que las imágenes nos hacen sentir a las mujeres cada día de nuestras vidas. Ese bombardeo que nunca cesa, sin piedad, ese rayo que te parte en mil pedazos. Los primeros planos imposibles y repetitivos del culo de Sue mientras se ejercita frente a la pantalla con música machacante son repulsivos con el prisma de la cámara de Fargeat. El vientre plano, las tetas con push-up, la piel blanca, sin mácula, la sonrisa fija, los dientes blancos y en línea. Terrorífico visto así, usado así y aplaudido así por los 10 hombres blancos de más de 70 años del canal de TV donde se emite el programa... que son, en realidad, quienes tienen el poder de presionar a las Sparkles y poner en su lugar a las Sues del mundo. En la películas, como en la vida, son ellos quienes están seguros de quiénes son, de lo que han conseguido, los que están felices por explotar el cuerpo de las mujeres, porque lo merecen todo, y son los que duermen a pierna suelta porque no tienen ni idea de qué es el síndrome de la impostora.

La mirada de la sociedad es masculina, incluidas las mujeres aprendemos, conforme crecemos, a mirarnos con los ojos de los hombres, de esos hombres: los ojos del patriarcado. Esos ojos que nos cosifican, que nos despiezan, que nos comentan y critican, que nos analizan microscópicamente y que, en muchas manos y formas diferentes, nos acaba matando. Adoptamos esa mirada masculina y la sustituimos por la nuestra, a pesar de que es precisamente la que nos impide vernos en el espejo tal y como somos. Llega un punto en que no recordamos cuál era nuestra forma de mirar, y en nuestra cara ya solo tenemos los ojos vidriosos e inertes del sistema. Miramos con misericordia a las chicas con trastornos de la conducta alimentaria, como la anorexia, y nos apenamos porque comprobamos cómo no son capaces de verse en el espejo tan delgadas como realmente están. La realidad es que ese mal está en todas nosotras, de una forma u otra. Ninguna mujer se ve tal y como es. Solo las niñas lo logran, y es cuestión de tiempo que también pierdan esa capacidad. La mirada masculina distorsiona nuestra imagen y nos permite ver solo "defectos" donde hay diversidad: no solo en nosotras mismas, también en las demás. La mirada masculina impone la necesidad de tinte donde solo hay canas y provoca pánico donde solo debería haber agradecimiento cuando vemos arrugas, porque es un hecho comprobable que las arrugas solo salen en las pieles de aquellas personas que consiguen vivir lo suficiente para tenerlas. La mirada masculina, la que tantas veces mata, no permite que ninguna mujer sienta agradecimiento por vivir lo suficiente para ver su primer arruga, no se vive como un hito sino el inicio de la mayor tragedia posible.

En La Sustancia, y ahora seguiremos con spoilers para quienes sí la han visto, hay un momento de máxima tensión que se alarga más de lo que ninguna querríamos. Y, sin embargo, si no se alargara, no sería una metáfora tan perfecta. Me refiero a la escena de la paliza que la versión nueva de Sparkle da a su versión vieja. Una paliza que parece no tener fin. El primer golpe contra el espejo nos parece suficiente como espectadoras, no queremos ver otro como ese. Pero lo hay. Y otro más, y otro, y otro. Pierdo la cuenta de los golpes que Sue da contra el cristal roto a una Sparkle a la que, previamente, ya ha dejado absolutamente decrépita. Me obligo a no cerrar los ojos. Porque no es una pelea trivial entre dos hombres llenos de músculos en una peli de acción, con sangre y violencia gratuita. Es la pelea que tiene cada mujer contra ella misma, cualquier mujer que envejece, que engorda, cualquier mujer cuya piel, pechos y vientre empieza a no tener el poder desafiar la gravedad. Eso que vemos en forma de brutal paliza es la pelea y el maltrato contra nosotras mismas. Es el auto-odio. Es el odio visceral que sientes por lo que el paso de los años empieza a hacerle a tu propio cuerpo. Por lo que los kilos te hacen sentir por ti misma. Miro a la pantalla, y miro la paliza que me estoy dando.

Tras los golpes en el baño, Sue arrastra a una Sparkle muy avejentada, calva, jorobada y muy vulnerable por toda la casa, para seguir pateándola sin piedad y llenar absolutamente todo de sangre. La propia Sue está cubierta de la sangre de Sparkle: de su propia sangre. Entonces recuerda una frase escrita por el suministrador de La Sustancia: "Ambas sois una, sois la misma persona"... Sue se quiebra y los golpes paran. Sparkle agoniza en el suelo viendo con horror lo que Sue le está haciendo, lo que ella se está haciendo a sí misma.

El final de la película me pareció poesía. Poesía real y sucia. Poesía que ojalá no tuviera que existir, pero que existe. Sue pare una versión de sí misma usando La Sustancia, aun a sabiendas de que La Sustancia solo podía usarse una vez. Lo que pare es una amasijo de carne con tripas colgando, ojos y orejas y bocas repartidos por el bulto que conforma la nueva vida "Monster Sparkle Sue". En un costado del monstruo se puede ver la cara estirada con mueca de terror de Sparkle, tan estirada que no puede cerrar la boca y se dedica solo a gritar. No hay raciocinio en ese monstruo, solo queda una fuerte pulsión, la misma que llevó a Sparkle a tomar La Sustancia: la urgencia de ser reconocida, alabada y querida. Y sin ningún tipo de control, el monstruo se pone el vestido -rasgándolo por el camino- que debía vestir Sue, y se presenta en el ansiado programa de Nochevieja que Sue debía ser quien presentase.

El público está horrorizado. Puedes casi oír como si dijeran: "Qué horror, se pasó con el botox", "Ay, no, se estiró demasiado la piel, se ha arruinado la vida", "No puedo mirar, cómo ha engordado, está monstruosa". El público grita al ver lo que Sparkle ha hecho con su cuerpo en su intento sin límites de volver a los 20 años. La sociedad la censura, ya no solo la quiere fuera de sus pantallas, la quiere muerta. Piden a gritos acabar con el monstruo, y el monstruo, de hecho, acaba siendo decapitado. Por una vez, solo por una vez, la sociedad paga un precio, y absolutamente todos los fluidos del Monstruo Sparkle Sue llenan sus caras, sus ropas caras, su peinados de peluquería, sus dientes blancos en hileras carísimas y perfectas. Todo queda impregnado de Sparkle en aquellos que prometían quererla y valorarla. Sparkle queda en ellos, literalmente... todo es Sparkle.

Hay más realidad en La Sustancia que en las casi 8 décadas de vida de Hollywood. Hay más verdad y más dolor y más cansancio en esta sátira que en cualquier contenido con los que nos han estado regando para hacernos crecer hacia un sol que nos está quemando en vida.