El tiempo es oro, y se lo están quedando ellos

El tiempo es oro, y se lo están quedando ellos
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Hace unos meses, tuiteé algo que escuché mientras una mujer hablaba con su vecina desde el balcón. No era queja, no era enfado, era una oración enunciativa, sin más. La mujer dijo lo siguiente: "Estoy aprovechando que mi marido ha salido con la bici para ponerme al día con las lavadoras". No recuerdo exactamente la respuesta de la vecina, pero fue del tipo "claro", "buena idea", "lo mejor que haces". Una coletilla de tampoco darle muchas vueltas al asunto. Conversación que yo misma, hace 20 años, hubiera olvidado tan pronto la hubiera escuchado para seguir pensando, por ejemplo, en el chico con el que quería estar o en el chico que ya quería dejar. Siempre me movía en esos dos mundos: querer estar con un chico para vivir el amor verdadero que me iba a salvar de mí misma o cómo dejar al chico con el que ya estaba porque, desde luego, no era el que me hacía sentir fuegos artificiales de forma sostenida en el tiempo.

Ahora, andando por la calle, no pienso en fuegos artificiales, el feminismo ya me liberó de aquello. Fueron otras mujeres, efectivamente, quienes me salvaron del mito del amor romántico, quienes me salvaron del yugo y de la promesa de la eterna felicidad si yo buscaba y buscaba, si yo me ceñía a lo que los príncipes esperan de nosotras. Las feministas me enseñaron a través de sus libros, sus charlas, sus tuits y sus reflexiones offline y online cómo era realmente el amor. El feminismo cogió a Hollywood por el cuello, lo alzó para que lo mirase a los ojos y lo desnudó capa a capa para que viera su interior: un agujero negro lleno de trampas y cepos exclusivos para niñas y mujeres. Niñas como yo. Mujeres como tú. Como todas nosotras.

Ahora ya no escucho a los hombres. Ahora escucho a las mujeres: a las que están delante de mí en la cola de las tiendas, que tienden en sus balcones, que se cambian junto a mí en el gimnasio. Y me he dado cuenta de que los hombres hablan de sí mismos, y las mujeres hablan de todo lo que tienen que hacer por los hombres.

Es sábado por la mañana. Mientras muchas mujeres se preparan para otro día de trabajo invisible —ese que no tiene horario ni salario—, ellos se colocan sus mallas y su casco o se visten con su camiseta de su equipo de fútbol. Ellas se quedan con las niñas, las ves en la plaza, comprando sin quitarle el ojo de encima al hijo, a los hijos. Las ves en las tiendas, las ves con los carritos, las ves tender en los balcones, las ves haciendo y deshaciendo. Y si no las ves, están haciendo y deshaciendo dentro de la casa. Donde no las ves, seguro, es en pelotones de ciclistas, jugando pachanguitas con las amigas o en las pistas de pádel. Ellos necesitan el deporte para desconectar, ellas necesitan que ellos se vayan para poder tener la casa decente sin resoplidos. Ellos se paran, con sus pelotones, a desayunar en bares. Hablan de sí mismos con sus colegas, hablan de deporte, hablan de la nada. Ellas desayunan en sus casas con las criaturas o solas si no son madres.

Ellos, en el mejor de los casos, eligen qué tareas de la casa hacer: sacar la basura, colgar un cuadro, recoger a los niños de algún sitio, dejarlos con el coche. Suma eso a su jornada laboral: ¿cómo quieres que llegue el finde y no desfoguen con el deporte, las salidas, los amigos?

Mientras tanto, ellas desconectan y se destensan sacando la lavadora, recogiendo la casa, organizando la semana de la niña, pensando el menú semanal... y si les da tiempo, que ojalá sí, se sientan a contestar el correo de trabajo que dejaron sin leer porque, entre la jornada laboral y la jornada doméstica, se les fueron los días. Pedirán disculpas por la tardanza en cada correo.

Las mujeres, como mucho, nos permitimos actividades guiadas, bien programadas, cortas muy cortas, de 17.00 a 17.50, pilates, cerca de casa, que de camino llevo al niño al inglés y recojo a la niña del psicopedagogo. Luego a la farmacia en un momento, doy la vuelta por la otra calle y recojo el paquete de Amazon que el marido ha pedido que entreguen en el estanco, que no iba a haber nadie en casa. Mientras intentamos prestar atención a cómo le ha ido al niño en el inglés y lo poco que le gusta a la niña ir al psicopedagogo, pensamos en si hay en la despensa garbanzos para el cocido. Por si acaso, pasamos por el súper y compramos, más vale que sobre a que falte. Cuando te das cuenta, son las nueve de la noche, llevas en planta desde las 7am, estás hambrienta, agotada y crees que tu marido está igual de cansado que tú. Sin embargo, tú te metes en la cama sin llegar a ver ni la N roja de Netflix y él se zampa varios capítulos de su serie favorita.

Ellos no están tan cansados como nosotras. Ellos jamás han trabajado como trabajamos nosotras. Ellos duermen mucho más y mucho mejor que nosotras. Lo sabemos, lo vivimos, lo hemos mamado en nuestros padres, en nuestros hermanos, en nuestros novios, en nuestros abuelos. Pero conviven esas dos realidades en nuestra mente: lo que nos han enseñado y lo que la evidencia nos dice.

Nos han enseñado que el tiempo de ellos es sagrado, mientras que el nuestro se puede dividir en mil tareas. Nuestro tiempo se puede dividir y multiplicar, de hecho, nuestro tiempo es física cuántica. Sin embargo, las mujeres no piden que la magia que ellas hacen con el tiempo, la hagan ellos igual.

El resultado de todo lo anterior se mide en euros, pero no solo. Porque vivimos en un mundo donde cada minuto vale dinero, excepto si ese tiempo lo inviertes en criar a las futuras personas explotadas por el sistema que te subyuga a ti; excepto si ese tiempo lo inviertes en mantener el hogar y la alimentación para dar calidad de vida a quienes ya trabajan y a quienes trabajarán para repetir la rueda capitalista. El tiempo que la clase trabajadora pasa trabajando no lo está viviendo. Las mujeres de la clase trabajadora trabajan dos jornadas: la del trabajo fuera y la del trabajo dentro. Los hombres trabajan menos, ganan más dinero y viven más y mejor, aun cuando su esperanza de vida es algo menor que la de las mujeres. Las mujeres trabajan más, ganan menos y viven peor. Además, nunca dejan de cuidar, primero a sus criaturas y luego a sus mayores (y a los mayores de sus maridos).

Este esquema se reproduce en cada ámbito de la vida. En el trabajo, muchas mujeres optan por jornadas parciales para poder compaginar la crianza y la casa con el empleo. Pero esa jornada parcial tiene un coste. Además de cobrar menos (lo que ya sabemos que perpetúa la brecha salarial), trabajamos más. Porque las horas que no trabajas fuera, las trabajas dentro. Eso también es parte del robo: nuestro trabajo en casa no cuenta, pero sin él, la vida no funciona, el sistema se desmorona.

El tiempo es finito, y nos lo están robando. Y estamos deseando que llegue el fin de semana para descansar, o las vacaciones o el verano. Y cada finde y cada verano nos damos de bruces con la realidad. No hay cole, no hay extraescolares, los niños te reclaman las 24 horas del día y las lavadoras hay que ponerlas igual y las ollas hay que llenarlas como cada día. Volvemos al inicio: él se enfunda la malla y coge la bici, o se pone las deportivas para echar su tercera partida de la semana con los amigos del pádel. Y tú "aprovechas" parte de tu finde para planificar la semana que viene. En las horas de libertad que ellos se han reservado, nosotras estamos trabajando. Y pensamos que compensa por el pilates de 17.00 a 17.50 cuando ellos saben cuándo salen, pero no cuándo van a volver.

Por si fuera poco, cuando estás en la cama, con las piernas que ya no te responden, tu mente parece aliarse con el sistema y activarse a pesar del agotamiento. Y te asaltan preguntas que no atendiste en la vorágine del día: ¿qué le dije al niño cuando me dijo que se aburre en inglés? ¿Se sentiría ignorada la niña cuando se quejó de que no se le da bien el psicopedagogo? ¿Estoy siendo una buena madre o una egoísta que solo piensa en lo cansada que está? Están creciendo demasiado rápido y no sé si estoy siendo capaz de criarlos felices y seguros de sí mismos.

Ellos, en el salón, frente a Juego de Tronos, Breaking Bad, Sons of Anarchy o Peaky Blinders... no se están planteando nada de esto. Han sido socializados para que la carga mental no sea cosa suya, para que la crianza no les genere dilema, han sido socializados para nunca dejar de jugar, de disfrutar. Por eso ellos tienen una Play a los 40 y nosotras dejamos el teje y la comba a los 10. Por eso ellos duermen como reyes y nosotras como sirvientas.

El robo de nuestro tiempo por parte de los hombres no es nuevo, es tan antiguo como el patriarcado, el sistema que sustenta y perpetúa ese robo. El robo de nuestro tiempo es emocional y es económico. Al final, lo que nos están quitando es vida. Tiempo de vida para nosotras, para pensar en nosotras, para desarrollarnos, para disfrutar, para jugar, para elegir. El robo de nuestro tiempo es un robo de futuro.