Desde hace poco más de un año enfrento la peripecia vital y profesional de incorporar los movimientos de personas -las migraciones- al trabajo de una organización de desarrollo decidida a acabar con la pobreza. Aunque aún estamos en construcción, hay algunas reflexiones de fondo que compartir en estos días de cumbres de emergencia para atajar una cuestión que no es otra cosa que un bien público desatendido. Son cuatro.
La primera es que las migraciones vienen conectadas, de serie, con el trabajo de las oenegés. Existe una estrecha relación entre el objetivo de acabar con la pobreza y la reducción de los movimientos de personas cuando estos no son elegidos libremente. Las oenegés de desarrollo trabajamos atajando las causas del desplazamiento forzoso por defecto, pero no por su calidad de detonantes de movimientos de personas, sino por una cuestión de justicia económica y social. Retamos a un sistema global que perpetúa conflictos armados, alimenta crisis humanitarias, no garantiza el acceso a servicios sociales básicos y desatiende las dentelladas del cambio climático en regiones como el Sahel. Y lo hacemos porque es imprescindible para acabar con la pobreza. Un deseable efecto secundario de nuestro trabajo es hacer de la migración una opción y no una condición imprescindible para tener una vida digna.
Y esto me lleva a apuntar una segunda reflexión sobre las migraciones: es absolutamente necesario empezar a separar el detonante del hecho. En los últimos años asistimos a una asimilación más o menos consciente de los movimientos de personas y de las personas que migran con los detonantes de esa acción. Asumimos que hay una ‘migración mala’ cuando sus detonantes son situaciones indeseables. Como consecuencia, se ensalza a la persona privilegiada que se mueve por una pulsión de crecimiento personal y se deslegitima a quien lo hace tratando de esquivar la pobreza, la suya y la de su familia. El debate sobre desplazamiento y cambio climático, que despunta como motor de movimientos de personas, suele ser bastante ilustrativo de este fenómeno: cinco minutos de discusión y ya empieza a parecer que el verdadero problema no es el cambio climático y sus efectos sobre la gente sino el hecho de que las personas se muevan. Sin embargo, considerada la acción desprovista de sus detonantes, aflora naturalmente un argumento: la migración, el hecho de la migración en sí, ya sea como opción personal o como recurso necesario para la supervivencia, es un bien común y como tal debe ser protegido. Dos ilustraciones breves de este argumento: en situaciones de desplazamiento forzoso, las personas que mayor vulnerabilidad enfrentan son aquellas que no pueden desplazarse. Según un informe reciente de Naciones Unidas, la migración interna en África está dinamizando significativamente la economía del continente y contribuyendo al crecimiento del PIB.
No existe una única definición no contestada de bien público global. Algunos bienes públicos globales reconocidos son la salud, el medio ambiente, el conocimiento o la estabilidad económica, que poseen los siguientes elementos comunes a todos ellos: son oportunidades de las que se benefician todas las personas y regiones del planeta, su uso por parte de un individuo no restringe a los demás el acceso al mismo y su gestión supera el ámbito nacional. De lo expuesto hasta ahora emana, por tanto, una tercera reflexión: la migración está fuertemente vinculada al concepto de bien público global, ya sea como tal o como condición asociada a la provisión de otros bienes públicos globales. Me adelanto a un posible aluvión de ejemplos que contradigan esta tesis incipiente con una pregunta: los efectos negativos que puedan asociarse a los movimientos de personas, ¿son consecuencia del hecho de la migración o de una mala gestión de la misma?
Algunos datos que apuntalan una reflexión final: actualmente, considerando todas las causas y detonantes posibles incluida la propia naturaleza humana, solo el 3,3% de la población mundial vive fuera de sus países de origen, la mayoría en países vecinos, incluyendo en ese porcentaje a 60 millones de migrantes internacionales de origen europeo, la segunda región más prolífica en este sentido después de Asia. Este porcentaje ha tardado 30 años en crecer un 0,4%. Ante este escenario podríamos argumentar que la gestión de la migración como un bien común es una tarea posible, tanto por volumen total como por ritmo de crecimiento. Situaciones como la que recientemente vivieron las personas a bordo del Aquarius delatan una evidencia: no estamos gestionando correctamente los movimientos de personas que, a través de políticas y prácticas fuertemente inspiradas por el derecho internacional y los derechos humanos, podrían desempeñar su función de bien público global para el beneficio de todas. Europa puede empezar a demostrarlo en los próximos días, en la cumbre de emergencia del domingo y en el Consejo Europeo de los días 28 y 29. Personalmente creo que hay caso.
Comentarios
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