Javier Roma (@helvetiafocca)
"Estoy pensando, mamá, que voy a estudiar medicina", sorprende Tristan a Alina mientras ella está sentada en el sofá, por primera vez en varios días, después de una intensa jornada de doce horas de guardia
Últimamente este pequeño rinconcito en la sierra de Huelva da satisfacciones a las que hacía tiempo creía no tener acceso. Poco a poco, dedicándole mucho tiempo y teniendo un poco de suerte, Alina va consiguiendo construir espacios de encuentro para ella y sus allegados. Tiene una red de amistades de lo más variado y pasa aproximadamente una tercera parte de su vida en el centro de salud de Aracena, donde trabaja de enfermera desde hace un par de años.
La batalla de trámites administrativos para convalidar su título ha merecido la pena, aunque todos los años previos de experiencia en Rumanía y Alemania parecen no contar para la mayoría de sus colegas sanitarios, que consideran que, como no lleva demasiado tiempo en este centro, recién acaba de graduarse. Ella tampoco le da mayor importancia. Sabe que, en el día a día, identifica y soluciona problemas que muchos otros profesionales del centro no saben cómo afrontar.
Gestiona, con envidiable profesionalidad, la relación con los pacientes y con el resto de profesionales sanitarios. Es ella, junto con el resto de compañeras y compañeros de enfermería, quien está al pie de la cama de los pacientes. Veinticuatro siete. Conoce sus vidas, sus historias y sus caras de miedo en sus peores momentos. Se adelantan a cualquier complicación antes de que llegue medicina: comprueban cuantas vías tiene el paciente y si se necesitan más, hacen analíticas, electrocardiogramas, sondaje vesical para control de diuresis, y también suelen cargar la medicación para que cuando llegue medicina simplemente les digan qué poner. Además, dan la cara ante cualquier animadversión que los pacientes puedan exteriorizar en momentos de agobio.
Alina llegó a esta esquina sur de la península hace años, y vino para reencontrarse con su pareja, Cosmin, que ya llevaba un tiempo en Portugal, vivía allí antes de mudarse a la sierra de Aracena, donde ahora viven los dos junto con su hijo, Nicolae. Aunque son sus padres los únicos que lo llaman Nicolae. Él se bautizó a sí mismo como Tristan cuando era más joven. Con este nombre se presenta a todo el que conoce, corrige a los profesores del instituto cuando se dirigen a él con el otro, firma con Tristan sus poemas y con él aparece en todos sus perfiles en redes sociales. Prácticamente nadie conoce su otro nombre, porque para él, aquel nombre lo escribieron sus padres en su DNI –otro trámite administrativo– cuando no era más que un amasijo de células, y por supuesto, sin consentimiento de ningún tipo.
Tristan nació en Aracena hace 17 años. Es bilingüe rumano-castellano y es la viva imagen de lo que se conoce como un culo de mal asiento. Quizás le venga de familia. De la familia heredada o de la aprendida. Para Alina y Cosmin, el aprendizaje de los códigos culturales y lingüísticos en España no fueron tan quiméricos como esperaban en un principio. Bien es cierto que el idioma rumano comparte con el castellano la raíz latina. Y, bueno, todas las lenguas romances son un latín mal hablado. Por lo demás, Alina, además de su lengua nativa, ya hablaba inglés y alemán; y Cosmin, inglés y portugués.
Les encanta viajar, tenían preparado un viaje en coche durante las vacaciones de semana santa. Para aprovechar las vacaciones del hijo en el instituto, los padres habían pedido unos días libres. Su intención era recorrer todo el levante español en primavera, aprovechar los primeros rayos de sol antes de que las costas se llenasen de gente. No ha podido ser. Ese bichito que ha provocado una pandemia les ha afectado a ellos igual que al resto. Alina, ahora, aunque está más asustada y estresada porque arrastra más incertidumbres sobre el futuro de todas las personas que conoce y que no conoce, trabaja las mismas horas y con la misma intensidad que lo hacía anteriormente.
–Estoy pensando, mamá, que voy a estudiar medicina –sorprende Tristan a Alina mientras ella está sentada en el sofá, por primera vez en varios días. Descansa después de una intensa jornada. Doce horas de guardia en las que no ha parado de explicar, de buena voluntad y por enésima vez a algunos de sus compañeros, las pequeñas particularidades de los nuevos protocolos a seguir mientras continúe esta excepcionalidad sanitaria.
–Me parece muy bien –responde con naturalidad tras los breves segundos que le ha costado volver a la realidad. Le pide con un gesto que no se acerque tanto a ella. Está demasiado expuesta al virus.
–Es que estoy pensando que con todo el tiempo que tengo ahora para estudiar selectividad, si es que al final la hacemos, podré subir la media de bachillerato lo suficiente como para acceder a medicina. Y lo de estudiar literaturas comparadas... no sé, sigo pensando que mis poemas, como mi tiempo, no son de nadie. No los voy a monetizar. No los puedo monetizar. Pero igualmente podré seguir escribiendo, como hago con todo lo que me gusta, en mis ratos libres.
Alina le da de nuevo su aprobación y le recuerda –también por enésima vez– que no tiene que tomar la decisión justo ahora, que aún tiene tiempo para hacerlo, y que, en cualquier caso, no se tome esa decisión tan en serio. La vida da muchas vueltas y, a pesar de todo, prácticamente toda decisión de futuro es revisable.
Tristan abandona la sala satisfecho y Alina, con media sonrisa, piensa en que, en los últimos dos meses, es la cuarta carrera que su hijo le ha dicho que quiere estudiar. ¿Cuántas opciones habrá barajado entonces en su cabeza sin haberlas expresado? Siempre ha sido inquieto. Activo. Alina lo recuerda así incluso desde antes de que él hubiese vivido el tiempo necesario para construir una personalidad propia. Ella también lo ha sido. Y lo es.
Javier Roma oscila entre la traducción y el periodismo, y tiende puentes entre lo académico y la divulgación. A ratos, escribe estos relatos ficcionados sobre personas reales.
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