Cuando critico, a menudo severamente, las evidentes carencias y crueldades de esta sociedad, esta construcción enloquecida y voraz que habitamos, siempre aparece alguien que me habla de los avances médicos, la abundancia en las estanterías de los supermercados, la magia de las comunicaciones, los derechos de las mujeres, la sanidad pública o la alfabetización competa. El progreso, "es la mejor que conocemos" o "es la menos mala". Mal asunto cuando una alaba "lo menos malo".
Sin embargo, tras la paradita vacacional, cada año enfrentamos la vuelta a la vida que llevamos habitualmente arrastrando los pies, en el mejor de los casos con profunda melancolía, y con depresión en el peor. En términos llanos podría decirse que nos hace infelices, pero no osaré escribir sobre la felicidad, su existencia y su esencia. Creo que más bien se trata de incomodidad. Ese es el término que me interesa, más también que otros como "equilibrio" o "armonía", de los que me siento alejada por razones de predisposición y nacimiento. Pongamos que, si la felicidad consistiera en estar sentada en un avión rumbo al destino anhelado, estar cómoda trata sencillamente de estar sentada en una silla en la que no te duela el culo. Con eso bastaría.
Con eso bastaría, pero ni eso parece que nos proporcione la vida que llevamos. Hablamos desde hace tiempo de cómo el modelo imperante de mujer consiste en domarnos a base de falta de autoestima y frustración, insatisfacción. Nunca estamos lo suficientemente delgadas ni somos lo suficientemente jóvenes y tersas, en resumen muy resumido. Vuelve septiembre y con él, el espejo en el que todas y todos, hombres y mujeres, nos vemos en un reflejo muy parecido. Volvemos "al trabajo". Y es "el trabajo", decimos, pero es algo más. Volvemos también al territorio del que hemos salido zumbando en cuanto hemos tenido la oportunidad. Volvemos a facturas y recibos. Volvemos a correr como pollo sin cabeza y a hacer cosas que nos disgustan profundamente, que llegan a violentarnos. Volvemos a las pastillas.
Entonces pienso en quienes alaban las tremendas bondades de esta sociedad que habitamos y me pregunto: ¿Por qué? Es decir, si tantas son las ventajas del mundo que hemos construido, si nosotras, nosotros, habitamos la parte en teoría más "cómoda" de él, ¿cómo es posible que vivir se nos haga tan cuesta arriba?
Convengamos que vivir no debería costar tanto. Convengamos que cada avance debería hacernos la vida más fácil, más feliz, deberíamos estar más cómodas, más cómodos, en nuestro propio pellejo, en nuestros días laborables, en nuestro trabajo y nuestro territorio. Si no, ¿de qué sirve?
Demos un paso más. De la misma forma que las mujeres llevamos años rebelándonos contra el modelo en el que no cabemos, el modelo de insatisfacción y dolor que se nos impone, la sociedad entera, incluidas nosotras, podríamos plantar cara a una vida que no nos es cómoda pudiendo serlo. No lo hacemos, no damos ese paso. Nos quejamos de lo económico, del pasado y el futuro, miramos con tristeza lo que les quedará a nuestros hijos, lo que sucede en el medio ambiente, la dificultad de que los salarios alcancen el fin de mes, la ignorancia imperante y difundida sin pausa por todos los canales existentes. Nos quejamos y llega el nuevo curso y volvemos al redil sin más. Como si nos hubieran convencido de que no hay otra forma de vivir, de que cualquier esfuerzo por salir de debajo de la bota que nos pisa los días cotidianos fuera excesivo e inútil.
Así, vienen a mi memoria cada septiembre unos versos de Bernardo Atxaga, de su Poema de invierno: "Y, recuerda, yo solo te hice una pregunta:/ ¿Por qué somos tan infelices?".
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