Hace nada, un señor de Más Madrid de cuyo nombre no quiero acordarme difundió en su cuenta de Twitter la siguiente idea: "Imponer a Irene Montero y Ione Belarra, las ministras peor valoradas del Gobierno, es un error de Pablo Iglesias". Pensé en la idea de "peor valoradas" frente a su contrario. ¿Qué es ser "peor valorada"? Yo soy "peor valorada", sin lugar a dudas, para una inmensidad de gente, incluida gente que manda mucho, gente que me ha vetado en televisiones públicas, gente cuyos insultos y amenazas me acompañan desde hace años. Las mujeres, y las feministas en particular, somos "las peor valoradas" históricamente, mentalmente, una peor valoración torera, de chascarrillo y hostia con la mano abierta.
He aprendido mucho estos últimos años, y también he crecido. He aprendido a crecer con otras y a pensar con ellas.
A veces, hace falta una realidad para que su abstracción nos despierte de verdad. A mí me pasó con la idea de "la niñera de Irene Montero". Lo viví en los medios de comunicación, que es donde trabajo, y agradecía a toda esa recua de mentecatos que bramaban contra una ministra que, según ellos, utilizaba dinero público para que una compañera le echara una mano con su bebé mientras ella trabajaba. Trabajaba. A mí me había pasado lo mismo en la redacción cuando tuve a mi hijo mayor. Me dí cuenta con el asunto de "la niñera" de que en realidad se trataba de enfrentar el trabajo, lo laboral, desde otra mirada, de que eso además era posible. Eso me abrió los ojos. La abstracción de que se puede trabajar desde los cuidados, unir esos dos conceptos, era una realidad, y estaba en el punto opuesto a esa idea de lo laboral como espacio estanco paralelo a la vida, a la intimidad, a los hijos y las hijas.
También he aprendido a defender lo que considero justo, por osado que parezca. Me ha gustado verlo en el equipo de Igualdad.
Uno de los asuntos que más me duele como feminista y madre, y en el que la culpa me enfunda con su capa viscosa es el de las que han venido en llamarse "madres protectoras". Pienso en María Salmerón y en su hija valiente contando lo que les hacía su marido y padre. Pienso en María Sevilla y su enconada lucha materna que la acabó llevando a la cárcel. Tuvieron que indultarla. Pienso en tantas y tantas madres que llevan años denunciando que la Justicia no las ampara a ellas ni a sus hijas frente al maltrato y los abusos de sus padres.
Ahí está la ONU señalando a España por la desprotección judicial de esas mujeres. Marisa Kohan demostró en este mismo periódico la elaboración de pruebas policiales falsas contra ellas. Los medios, de nuevo, vociferaban y siguen haciéndolo sobre el secuestro de criaturas por parte de sus madres. Fue Irene Montero la única persona de este Gobierno que les dio su apoyo, que dijo en voz alta y clara algo que desde el feminismo solo habíamos rozado tibiamente. Hemos sabido esta semana que el Supremo le impone por ello una condena ejemplar, con el agravante de publicación en sus propias redes, o sea en la plaza pública.
Poco a poco, he visto como un feminismo distinto, audaz, joven, avanzaba con garbo. La imagen de las chavalas, sus cantos y sus pancartas en las manifestaciones cada 8 de marzo me ha emocionado. Pero, ay.
Hace años ya (parece un siglo), algunos días después de la gran huelga feminista de 2018, y habiendo lanzado el hashtag #Cuéntalo, me llamó Juan Carlos Monedero para hacerme una entrevista en su programa. Hablamos de la memoria colectiva de las mujeres que se estaba construyendo a partir del #MeToo, y también desde #Cuéntalo, y me dio una enhorabuena genérica por el éxito de la movilización. "Estaréis contentas, ¿no?". Me quedé pensando seriamente en por qué no. Porque lo cierto era que no, no era exactamente eso lo que sentía, solo que no me había parado a pensarlo. Le respondí, y yo misma quedé sorprendida por la respuesta: "No, no sé el resto, pero yo ahora empiezo a tener miedo". Me miró perplejo. "Ahora va a llegar la respuesta a este avance, y será durísima", continué. En ese mismo instante decidí crear grupos de mujeres, redes, en los que poder juntarnos, apoyarnos, en previsión de lo que vendría.
De nuevo, una realidad ha venido a perfilar esa idea vaga, inconcreta. Me acordé de la conversación con Monedero cuando empezaron a afilarse los cuchillos contra Irene Montero tras la aplicación de la Ley de Garantía integral de la Libertad Sexual. Aquella ley fue aprobada por un Gobierno entero, mayoritariamente del PSOE, pasó por todos los ministerios, el Consejo de Ministros, decenas de especialistas y, finalmente, fue el Ministerio de Justicia el que modificó el Código Penal para cambiar las penas. A ninguno de todos los anteriores agentes le ha pasado factura. Inmediatamente se puso a la ministra de Igualdad frente a la mirilla de todos los rifles, y le tenían tantas ganas a la cierva, tanto desde los medios como desde la zona socialista del Gobierno, desde una parte del feminismo y desde la derecha en general, desde el Poder Judicial, tantísimas ganas, que aún no han parado de dispararle al corazón.
La respuesta vengativa que le comenté a Monedero ya ha empezado a llegar contra todas nosotras. Está en la violencia que recibimos las mujeres con presencia pública, en el aplauso a machos acusados de abusos, como Plácido Domingo o Johnny Depp. Está en la aparición de la manosfera, esa construcción en Internet dedicada a odiar a las mujeres, está en las multiplicación de las violaciones y de las manadas, en el apoyo que reciben en las redes. Está en Feijóo asegurando con soltura y gracejo que desaparecerá el ministerio de Igualdad y echará abajo la ley Trans y la ley del solo sí es sí. Está, finalmente, en la desaparición de cualquier rastro de Montero y el equipo de Igualdad en las listas de la izquierda.
Ahí va nuestro castigo. No ha hecho más que empezar.
Comentarios
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