Un día monté un grupo de Whatsapp, al que añadí a algunas amigas cercanas. Era un sin criterio, porque por aquella época andaba yo recogiendo del suelo los pedazos de mí misma para poder romperlos un poquito más, un poquito peor. Son épocas, y seguramente ese grupo fue una forma inconsciente de echar el taburete de madera por la borda justo cuando te das cuenta de que el barco ya va a hundirse definitivamente, para que haya algo flotando sobre la ola, por si tienes la suerte de que en una de estas te quede a mano.
Así que monté el grupo y les propuse comprar un terreno entre todas en Costa Rica, para ir construyéndonos cada una allí su casa de futuro. Para acabar viviendo juntas, lejos y en algún lugar que haya costado tiempo y esfuerzo levantar. Sería un terreno amplio y verde, sembrado de frutales y otros árboles, con nuestras casas y una más para la biblioteca común. Y tendríamos un burro.
Lo del burro se me ocurrió por si la homofobia, o para no parecer tan raras. Siempre tengo la idea de que, si te sales de la norma, lo mejor es llevar un gran papagayo sobre el hombro, para que miren al bicho y se olviden de ti. Siempre es mejor ser 'la del burro' que la vieja europea, blanca y loca. Ese tipo de disparates. Imaginar es gratis, como soñar con una granja en África.
Han pasado algunos años, y quien más quien menos pasea los portales de las inmobiliarias en busca de terrenos rurales, fincas edificables, masías, cortijos, casas de campo. Pensé, al principio, que podría ser cosa de la edad, de que nos hacemos mayores y Madrid, Barcelona, las grandes capitales, se han convertido en lugares caros, duros, feos para vivir. También pensé que, a lo mejor, bastaba con tatuarme en el hombro aquel mítico arranque de Memorias de África de Karen Dinesen: "Yo tenía una granja en África...".
Sin embargo, no debe de ser un asunto de madurez, o no solo. Leí, la semana pasada, una entrevista a la actriz y bailarina barcelonesa Clara Sans en el suplemento S Moda de El País en la que afirmaba: "Más que tener una familia propia con hijos, mi mayor deseo es comprar una casa con mis amigas". Me llevé una alegría. Siempre nos alegra saber que otras desean lo mismo que nosotras, que a otras se les están ocurriendo ideas similares. Nos hace sentir menos solas, menos raras, nos hace pensar que, de alguna manera, tenemos razón. Tener razón o no tener razón no es algo discutible ni mensurable, ni siquiera a menudo relevante. Pero es.
Entonces, si no era por la edad, se trataba de las amigas. No consistía en vivir juntas porque íbamos a ser viejas, sino en hacerlo porque queríamos tenernos cerca. Muy cerca y cotidianamente. A menudo, hace falta que alguien te ponga el espejo para verte la cara. No vale con el que tienes en el cuarto de baño. El espejo de Clara Sans y sus amigas me obligó a admitirme que ya lo sabía, que todas empezamos ya a saberlo mucho, que no es una cuestión de tiempo, de modas, de cohousing, ni de ecologías, ni siquiera de asuntos económicos. Se trata de asuntos familiares.
En mi generación, no era extraño que el hecho de casarte (en general, nos casábamos) 'implicaba separarte de las amigas'. Era el de 'las amigas', en realidad, un concepto lábil y correoso, decorado, además, con la idea recurrente de que 'de las amigas no te puedes fiar'; y con otra más que decía que 'la peor enemiga de una mujer es otra mujer'. Los últimos tiempos, esta nueva y feliz costumbre de hablar en voz alta, romper los silencios, ha mandado todo aquello al lugar que le correspondía: a la mierda.
No tuvo éxito mi idea del terreno común en Costa Rica, que luego fue Portugal, más tarde cualquier costa española y ya no es más que este recorrer las webs inmobiliarias, como quien ve una serie e imagina guiones dichosos y fragantes. Sin embargo, me he dado cuenta de que poco a poco, conversación a conversación, con nuevas redes, proyectos comunes, abrazos y paseos, hemos acabado levantando aquí mismo, sin movernos, nuestra pequeña granja en África. Y como primer paso no está mal.
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