Mi amiga M. vive en Barcelona y me ha contado una (llamémosle) propuesta que me parece interesante. Ella cree que el mundo funcionaría mejor si cada año nos confináramos una semana. Todo e mundo, el planeta entero, como cuando la pandemia de 2020 pero sin virus. Mi amiga habla de animales y plantas, de la salud del planeta y también un poco de las personas, pero creo que eso le interesa menos. Estoy segura de que su propuesta sería tan bien acogida por la inmensa mayoría de la población que a los cenizos de la "producción" y la "creación de riqueza" no les quedaría más remedio que callarse.
Ha pasado el tiempo suficiente para que las muertes pesen menos y permitan el nacimiento de algo parecido a la nostalgia de pandemia, que en realidad es la nostalgia del confinamiento. Basta que usted se pare a pensar cuántas veces ha rememorado los días de encierro (lecturas, alimentos, vida doméstica) con cierta querencia para darse cuenta de que estoy en lo cierto. O cuántas personas de su alrededor suelten sin venir a cuento lo bien que pasaron el confinamiento.
Hay una necesidad acuciante de parar. No creo que se trate solamente del trabajo, sino de los innumerables asuntos que requieren nuestra atención constante. Prácticamente todos se encuentran encerrados en nuestro teléfono. Cabe preguntarse, pues, si no somos capaces de frenarlo, de dejar de manejar decenas de asuntos a la vez, o si llegadas a este punto, no podemos. O sea, que consideramos—acertadamente o no— que la vida que llevamos depende de ello. Me refiero a la economía, la pequeña economía de cada una.
La mutación constante de la realidad, que ya no es una sino varias, la innegable precariedad en la que vive la mayoría de la población, el infierno en el que se está convirtiendo la vida en las ciudades, donde pese a todo nos apiñamos la gran mayoría... todo nos obliga a pasar los días en un estado de alerta constante. Creo que no es exactamente insatisfacción, esa frustración perenne de los primeros dosmiles. Se trata más bien de que vivimos sin saber qué pasará mañana, qué tendremos que hacer para comer, cómo podremos amoldarnos a los nuevos tiempos, sin saber en absoluto a qué nos referimos con eso de "nuevos tiempos".
Así que cada mañanita, al levantarnos, nos vaya bien o mal en el trabajo, tengamos o no contrato fijo indefinido, nos sentamos en la cama y enumeramos todo lo que somos capaces de hacer, y también todo lo que somos capaces de fingir que sabemos hacer. De ahí que la idea de mi amiga M. me parezca tan necesaria. No, como a ella, para darle un respiro al planeta. Ni siquiera para dármelo a mí misma, sino para acumular en una sola semana todos esos recuentos matinales, y luego ya poder vivir con algo de sosiego las mañanas del resto del año.
Comentarios
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