La mujer se acerca resuelta a la caseta de la Feria del Libro de Madrid. Viene directa hacia mí, que estoy firmando, pero se desvía y comenta algo con la librera. No le he prestado atención desde el principio, así que no sé bien cómo ha comenzado su comentario, pero cazo al vuelo el final: "Para mis nietas, que con esto de que tienen habitación propia, se han olvidado de que somos pobres". Lo dejo todo, claro, y la miro. Evidentemente, es abuela, pero no muy mayor. Imagino que esas nietas de las que habla son adolescentes, o quizás están todavía a las puertas. Todo lo que tenga que ver con la pobreza me interesa.
Acaba de salir el nuevo Informe de la pobreza en España, cuyas publicaciones leo puntualmente. Esto dice: "El riesgo de pobreza o exclusión social ha pasado del 26 % en 2022 al 26,5 % en 2023, y alcanza ya a 12,7 millones de personas en España, debido sobre todo a los alquileres y al coste de la vida". Cabe explicar que lo que estos informes llaman "riesgo de pobreza" se refiere a lo que antiguamente considerábamos pobreza, a secas. Cerca de 13 millones de personas pobres es mucha, muchísima gente pobre en un país de 48 millones de habitantes. Pero es que el informe dice más: "Sin embargo, la situación sería peor sin la acción protectora del Estado, que consigue evitar que 10,6 millones de personas entren en situación de pobreza". O sea, que si sumamos los pobres sin ayuda del Estado y los pobres que sí la tienen, que son pobres igual que los otros, pero con subsidio, se nos va la cosa a cerca de 23 millones de pobres. O sea, la mitad de la población.
Todo esto pienso frente a la mujer que, ahora ya sí, se planta frente a mí para que le firme una novela. No le comento lo del informe, porque siempre dudo de la verosimilitud de los datos. No de su veracidad. O sea, no dudo que sean ciertos, pero sí de que resulten creíbles. Así que suelo callarme por múltiples y variadas razones. Para empezar, por experiencia. Porque cada vez que saco esta conversación mis acompañantes me llaman exagerada, ceniza, pesada o directamente mentirosa. Porque hace tiempo que desterramos la pobreza de eso que llaman agenda política y mediática. Porque me pregunto cómo explicar, acto seguido, que no estemos quemándolo todo. Por no oír lo de que las terrazas están llenas y la gente se cruje a cañas. Porque si alguien me vuelve a comentar que la gente "cobra en negro y en realidad se forra", y de ahí los datos, le suelto un mandoble.
Ella, que me ha visto sonreír un minuto antes, me suelta por saludo: "Se lo digo a diario: Pobres, somos pobres". Pienso en lo que dirían de ella quienes aseguran que, si fuera pobre no compraría libros. Recuerdo con añoranza la idea de "conciencia de clase" —otra de las cositas que hace tiempo me callo— y me invade una simpatía jacarandosa por esa lectora que se ha acercado a la Feria del Libro a comprar un par de ejemplares para sus nietas como una forma, otra más, de recordarles que son pobres. "Porque eso es lo que somos", apostilla. No le digo, pero lo pienso, que en este país quienes no leen son los ricos. Y se les nota, y así nos va.
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