La primera vez que sentí la náusea del peligro de muerte vivía en Barcelona, era de noche y yo acababa de presentar un libro de la escritora, editora y librera gaditana Carmen Moreno. No es la primera vez que lo cuento. Sí es la primera vez en la que siento que no se me va a poner en cuestión ni se me va a considerar un elemento marginal de la sociedad. Eso es importante, entre otras cosas porque no me tiemblan las manos al escribirlo.
Estaba acodada en la barra de un bar del Born. A mi derecha, un escritor. A mi izquierda, un empresario, amigos ambos. Sonó el tono de mensaje en el móvil y al abrirlo ahí estaba: "Esta noche va a haber sangre". Antes pude leer algo así como "¿dónde estás, puta?", pero a eso ya estaba acostumbrada. Mi pareja de entonces se había quedado en casa al cuidado de mi hijo y mi hija. Tenían entonces 3 y 9 años, respectivamente. Nosotros estábamos brindando a la salud del poemario de mi amiga en la típica reunión que se acaba formando después de la presentación de una obra. Serían las 11 de la noche, quizás algo antes.
Encendí el móvil, vi el mensaje y se me aflojaron las piernas y las tripas. Recuerdo que me quedé sorda por unos instantes, como si me hubieran metido la cabeza dentro de una pecera estanca sin agua. Dejé de oír la música y las conversaciones. Todo alrededor era algodonoso y la realidad se puso al ralentí. No sé cuánto tiempo estuve en ese estado, porque el tiempo es una idea lejana cuando pones un pie en el territorio por el que pasea la muerte. Mi cuerpo era el cuerpo de otra, paralizado y como lleno de arena, sí, una muñeca grande de trapo rellena de arena con un móvil en la mano en cuya pantalla se podía leer un anuncio de sangre. Pero la única sangre que quedaba en mi casa era la de mis pequeños.
Ahora lo llamamos violencia vicaria. Qué importantísimo ponerle nombre a las cosas. Entonces no se llamaba de ninguna manera, al menos de ninguna que yo conociera. Entonces solo era la posibilidad de que mi marido en un arranque —¿De qué? ¿De celos? ¿De ira?— derramara la sangre de mis criaturas. Y esa posibilidad era cierta, la sentí tan cierta como la incapacidad para moverme, para reaccionar. No sé cuánto tardé en ponerme en marcha, si fueron unos segundos o media hora. Tampoco sé qué hizo mientras tanto la gente que me acompañaba. Solo sé que entonces no sabía que esa es una violencia conocida, habitual, vivida por miles, quién sabe si cientos de miles de mujeres en mi país. Pero en ese momento yo no sabía nada de ellas, ni de la violencia vicaria. No habría sabido qué hacer con aquel mensaje más allá de compartir mi angustia antes de echar a correr.
Eso fue precisamente lo que hice. Mostré el mensaje al hombre que había a mi derecha, el escritor, entonces amigo, ya no. Después también habría de recibir de él su parte de violencia. Miró la pantalla y se encogió de hombros. Dijo "no hagas caso, ya lo conoces". Después se lo enseñé al empresario de mi izquierda. Se pidió otra copa y trató de olvidar, u olvidó, lo que había leído en el momento mismo de leerlo. Yo tenía entonces 43 años. Ellos, la misma edad que yo. Un minuto después de mostrarles la pantalla de mi teléfono con la frase "esta noche va a haber sangre", su vida siguió como si no hubiera pasado nada, la cerveza en la mano de uno, el gintónic en la del otro, la conversación sobre naderías de barra de bar.
Salí a la calle sin el abrigo. El corazón en la garganta me producía un ahogo nuevo, una certeza nueva, tenía el pie en un horror nuevo, sentía náuseas. El horror era un territorio por el que yo llevaba tiempo transitando, pero esta vez era distinto. Recuerdo que pensé que por el Carrer Comerç no pasan taxis. Corrí hacia el Parc de la Ciutadella con el móvil en la mano y un zumbido en la cabeza que me impedía pensar con claridad. Corrí como una bestia desorientada, como un animal que huye hacia la muerte. No había taxis. Volví sobre mis pasos ofuscada. A partir de ahí no recuerdo nada más hasta que llegué a casa. Sé que cogí un taxi, que entré en mi domicilio y comprobé que mi hija y mi hijo estaban bien. Entré en el dormitorio y me dispuse a recibir la violencia que había llegado a frenar. Solo supliqué que fuera en silencio, que no hiciera ruido, que no se enteraran mis hijos, que no despertara a los niños.
La escritora Carmen Moreno y su pareja, que se alojaban en casa aquella noche, no la olvidarán jamás, de eso no me cabe la menor duda. No sabíamos nada de todo esto entonces. No se hablaba, no conocíamos los "protocolos de actuación", no teníamos ni idea. Lo único importante para mí era no despertar a los niños, que no fueran conscientes, que no les llegara directamente una violencia de la que, evidentemente, ya eran víctimas. Porque todas las niñas y los niños que viven en situación de violencia machista son víctimas de violencia machista. Todo esto que ahora parece tan obvio entonces no lo conocíamos, no al menos nosotras. Estas cosas no salían en los periódicos, no manejábamos sus nombres, sus signos, sus amenazas ni muchísimo menos sabíamos remotamente cómo actuar, más allá de suplicar silencio.
Esta semana un hombre ha matado de una paliza al hijo de su pareja, un crío de 2 años. Lo ha matado a golpes. El crío ha fallecido de traumatismo craneoencefálico, en Linares (Jaén). Ha dejado herido de gravedad a su hermano gemelo. En los periódicos se ha publicado la realidad de la "violencia vicaria". Este año, y desde 2015, estamos ante la mayor cifra se asesinatos de menores para hacerle daño a la madre, nueve. "Esta noche va a haber sangre" es lo mismo que "Ven o los mato". Ahora sabemos ponerle nombre. Interior dice que tiene localizados 5.566 niños y niñas en riesgo de ser asesinados por su padre o la pareja de su madre. Sin embargo, me pregunto cuántas madres, como yo entonces, no saben qué hacer, dónde acudir, cómo actuar, cuántas madres ponen su cuerpo y suplican silencio, que no se despierten los niños. De esas, Interior no tiene ni noticia.
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