Dominio público

Hipotecas fraudulentas

Gerardo Pisarello

GERARDO PISARELLO Y JAUME ASENS

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Un banquero –dejó escrito Mark Twain– es alguien que te presta un paraguas cuando hay un sol radiante y te lo exige de vuelta apenas comienza a llover". Para miles de familias, la frase describe una realidad dramática pero inapelable. Hace años, optaron por la compra como vía de acceso a una vivienda segura y se endeudaron comprometiendo una parte sustancial de sus ingresos. Una mañana se despertaron con un aumento intempestivo de los intereses hipotecarios y una pérdida de valoración de sus pisos. Hoy, por mucho que el Euríbor baje, son cada vez más los que, además de perder su empleo, corren el riesgo de quedarse sin vivienda, manteniendo, para colmo, su deuda con bancos y cajas. ¿A quién debería responsabilizarse por esta kafkiana situación?
Para cierto sentido común, la decisión de hipotecarse era una decisión libre que obliga a quien la adoptó a asumir todas las consecuencias. Sin embargo, este razonamiento subes-
tima el peso que en esta decisión tuvo la deliberada apuesta institucional por la compra y la práctica inexistencia de otras vías razonables de acceso al derecho a una vivienda que no fueran en régimen de propiedad. A pesar, en efecto, de haber construido mucho más que la mayoría de estados europeos, el español es uno de los que menos ha dedicado a incentivar formas de tenencia alternativas a la propiedad privada, como el alquiler o la cesión de uso. Estimuladas por desgravaciones fiscales y ventajas de todo tipo, muchas personas pensaron, no sin razones, que la compra era la única opción de acceso a una vivienda segura. Inmobiliarias, bancos y cajas, simplemente, se aprovecharon de esta política para la que alquilar era una forma de "tirar el dinero" y dedicaron todo su aparato de propaganda a impulsar el sobreendeudamiento destinado a la compra.

Quienes contrajeron los créditos –es verdad– no eran totalmente ajenos a los riesgos que estos entrañaban. Pero no es menos cierto que los contratos celebrados con las entidades financieras tenían con frecuencia la fisonomía clásica de los contratos por adhesión, caracterizados por una fuerte asimetría en la información disponible por las partes y por la inclusión de cláusulas notoriamente abusivas. La lista de irregularidades es amplia: sobrevaloración de los pisos con el objeto de inflar el precio y aumentar la deuda; contratación obligada de seguros caros e inútiles; utilización de avales cruzados entre los mismos deudores; cobro de intereses variables referenciados al Euríbor más unos diferenciales desorbitados; información sesgada sobre los posibles aumentos en la hipoteca. Todo ello con una finalidad inequívoca: optimizar beneficios y sortear los controles de riesgo a los que todo sistema crediticio razonable debería someterse.

A pesar de las condiciones fraudulentas en que se pactaron muchas de estas hipotecas, lo llamativo es que el índice de morosidad de las familias ha permanecido, al menos hasta ahora, increíblemente bajo. A diferencia de los bancos, que ante el estallido de la crisis han apelado sin remilgos al socorro público, las familias endeudadas han cumplido los compromisos adquiridos mientras han dispuesto de un empleo y los intereses se lo han permitido. Y, cuando han dejado de hacerlo, la respuesta de las entidades crediticias ha sido fulminante: o el pago, o el desahucio; o la bolsa, o la vida. Según el Consejo General del Poder Judicial, a lo largo de 2009 unas 84.214 unidades familiares pueden perder sus viviendas en procesos de ejecución hipotecaria. Con un agravante: dada la desvalorización sufrida por los pisos, es posible que quien los pierda quede debiendo dinero a la entidad que astutamente lo endeudó. Comparada con su activo compromiso con las entidades financieras, la respuesta oficial frente a la crítica situación de los afectados ha sido ofensiva. La moratoria ofrecida por el Instituto de Crédito Oficial (ICO) no cuestiona el aumento abusivo de intereses y ni siquiera es obligatoria para los bancos. Que hasta el momento sólo se hayan acogido a ella unos pocos centenares de personas es una prueba clara de sus límites.
Con este panorama, no es de extrañar que los propios perjudicados hayan decidido, poco a poco, pasar a la ofensiva.

Algunas plataformas, como Ahorcados por la hipoteca (www.anticrisis.es), en Madrid, y Afectados por la hipoteca (www.afectadosporlahipoteca.blogspot.com), en Barcelona, han puesto sobre la mesa algunas exigencias elementales: paralización de los desahucios –tanto de las familias hipotecadas como de los avalistas– hasta que se haya encontrado una solución a su situación; garantía a los afectados del acceso a la justicia gratuita para defenderse de los procesos de ejecución; regulación de la dación en pago, de manera que si el banco se queda la vivienda, la deuda quede saldada, como de hecho ocurre en otros países de la Unión Europea y en Estados Unidos; expropiación o compra a un precio justo del parque de viviendas hipotecadas de primera residencia con el objeto de destinarlas a un parque público de viviendas de alquiler; y realización de una auditoría pública sobre el funcionamiento real del mercado hipotecario.
Los contratos, reza el adagio clásico, se celebran para cumplirse. Sin embargo, si las cláusulas pactadas resultan fraudulentas o esconden un uso abusivo de la información disponible, no es de recibo exigir el cumplimiento de las condiciones originarias. Mucho menos cuando dichas irregularidades han sido alentadas, por acción y omisión, por las propias políticas públicas. Defender a quienes tienen hipotecas impagables, al igual que a quienes disponen de un alquiler precario o carecen de techo, no es una apelación a la caridad. Es una cuestión de justicia, basada en la necesidad de remover la especulación pública y privada de nuestras sociedades y de actualizar el derecho de todos a una existencia digna.

Gerardo Pisarello y Jaume Asens son Miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (DESC) de Barcelona.

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