Héctor Illueca Ballester
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Resulta difícil no caer en la perplejidad al releer el artículo 35.1 de la Constitución Española (CE) a la vista de la situación económica y social que está atravesando nuestro país. A pesar de los dramáticos datos que trimestre tras trimestre nos ofrece la Encuesta de Población Activa (EPA), el precepto sigue proclamando con rotundidad, y acaso también con ingenuidad, que todos los españoles "tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo". Cualquiera que sea la interpretación que se le dé, no puede negarse que su tenor literal contrasta vivamente con la situación de paro generalizado provocada por la crisis, poniendo en entredicho la vigencia material del contrato social y político que representa la Constitución de 1978.
En efecto, según la EPA correspondiente al cuarto trimestre del año 2014, la tasa de paro alcanza al 23,70% de la población activa y el número de parados se sitúa en 5.457.700, sin que se observen indicios realistas que sugieran una mejora sensible y sostenida de estas magnitudes en el futuro inmediato. Al contrario, el colapso de un modelo económico basado fundamentalmente en el sector de la construcción permite aventurar que la tasa de desempleo no experimentará variaciones sustanciales en los próximos años, consolidando una bolsa irreductible de millones de personas que se encuentran en situación de paro forzoso y sin posibilidad de encontrar un empleo. Los rostros de este drama son muy diversos, pero es evidente que el mayor sufrimiento humano se concentra en los hogares que tienen todos sus miembros en paro (1.766.300) y en los parados de larga duración (2.754.100), que perdieron su empleo hace más de un año y suman más de la mitad del total de desempleados.
En este contexto, empieza a abrirse paso una propuesta sumamente interesante que podría contribuir a erradicar el desempleo y ofrecer una respuesta a la actual crisis del capitalismo: el trabajo garantizado. En general, puede afirmarse que un sistema de trabajo garantizado es aquel en que el Estado, actuando como empleador de última instancia, ofrece un puesto de trabajo a todas las personas que, pudiendo y queriendo trabajar, no han logrado obtener un empleo en el mercado ordinario de trabajo. O, por expresar la idea desde otro ángulo, el Estado se compromete a contratar a todos los desempleados que deseen trabajar, empleándolos en la satisfacción de una amplia gama de necesidades económicas, sociales y medioambientales que el mercado no considera rentables, pero que no por ello dejan de ser importantes para la sociedad. Concebido como un estabilizador automático de la economía, el trabajo garantizado opera de manera similar a otras prestaciones del sistema de Seguridad Social, particularmente el seguro de desempleo, amortiguando los efectos del ciclo económico.
Avalada por abundante literatura científica, la idea ha obtenido el respaldo explícito de la OIT a través del Pacto Mundial para el Empleo (2009) y de la Recomendación 202 relativa a los pisos nacionales de protección social (2012), evidenciando la convicción de la comunidad internacional acerca de su eficacia para combatir y erradicar el desempleo. Algunos países han puesto en marcha experiencias dignas de ser tenidas en cuenta, como es el caso de Argentina o la India. Otros, como Grecia, estudian seriamente la posibilidad de establecer un sistema de trabajo garantizado para hacer frente a la grave crisis económica y social provocada por el neoliberalismo. En general, la propuesta empieza a percibirse como un instrumento útil para erradicar el paro y poner al día el compromiso político con el pleno empleo plasmado en el constitucionalismo democrático-social de posguerra.
Su aplicación en nuestro país exigiría una regulación que fuera respetuosa con los presupuestos económicos del trabajo garantizado, procurando al mismo tiempo su adecuada integración en el sistema español de relaciones laborales. En este sentido, consideramos que la creación de una nueva relación laboral de carácter especial satisfaría ampliamente esta necesidad, permitiendo la plena normalización de los trabajos realizados en régimen de garantía de empleo. Además, el marco institucional debería adaptarse a la distribución de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas: los Servicios Públicos de Empleo autonómicos se ocuparían de seleccionar a los solicitantes, mientras el Servicio Público de Empleo Estatal asumiría la condición de parte en la relación jurídica y el abono del salario a los trabajadores. Esta estructura permitiría aprovechar los actuales instrumentos de la política de empleo, delegando en los Ayuntamientos el diseño y la ejecución de los programas de trabajo garantizado, en estrecha colaboración con el sector sin ánimo de lucro.
Partiendo de esta base, es posible aventurar que el trabajo garantizado se convertiría en un instrumento fundamental de la política económica, permitiendo no sólo alcanzar el objetivo del pleno empleo, sino también detener y revertir el deterioro acelerado de las condiciones de trabajo que se viene produciendo en España desde que estalló la crisis económica. En efecto, el trabajo garantizado supondría una alternativa a la precariedad laboral y a la economía sumergida, constituyendo un piso salarial similar al SMI, pero mucho más efectivo. Las personas desempleadas siempre podrían acogerse a esta modalidad de trabajo y, por consiguiente, gozarían de un mayor poder de negociación para obtener condiciones salariales al menos equivalentes en el ámbito privado, evitando situaciones de sobreexplotación y de degradación laboral. De facto, la retribución del trabajo garantizado se comportaría como un suelo salarial de carácter general, estableciendo la base mínima de las contraprestaciones económicas que los empresarios tendrían que satisfacer a sus trabajadores.
Ahora bien, el impacto del trabajo garantizado sobre el mercado laboral no se limitaría a la materia salarial, sino que se extendería a las demás condiciones de trabajo, fomentando un mayor clima de respeto a la legislación laboral y propiciando una evolución muy positiva en nuestro sistema de relaciones de trabajo. Por ejemplo, en materia de prevención de riesgos laborales, la existencia de una reserva de empleo público caracterizada por un elevado nivel de protección de la salud de los trabajadores permitiría a éstos evitar aquellos puestos de trabajo que no reúnan las condiciones de seguridad necesarias, fijando un suelo contractual de naturaleza similar al que existiría en el ámbito de los salarios. Evidentemente, lo mismo ocurriría con la duración de la jornada laboral y, en general, con las demás condiciones de trabajo que disfrutan los trabajadores del sector privado. La implantación de un sistema de trabajo garantizado respetuoso con los derechos laborales produciría un efecto positivo y de amplio alcance en el mercado de trabajo, contribuyendo a mejorar la eficiencia y eficacia de la legislación laboral.
Desde este punto de vista, el trabajo garantizado entronca con el espíritu y la letra de la Constitución Española de 1978, dotando de contenido efectivo al derecho al trabajo reconocido en el artículo 35.1 de nuestra Carta Magna. Recordemos que este precepto se encuentra estrechamente unido al mandato constitucional del artículo 40.1 CE, que impone a los poderes públicos la obligación de realizar una política orientada al pleno empleo, precisamente el objetivo fundamental del trabajo garantizado. Por tanto, su implantación gozaría de un sólido anclaje en el texto constitucional y podría ponerse en práctica sin necesidad de más reformas que las estrictamente necesarias para acomodar el marco jurídico e institucional vigente en nuestro país. Lo cual no significa, por supuesto, que no fuera conveniente abordar el debate sobre el trabajo garantizado en el contexto de un proceso constituyente orientado hacia la ampliación de los derechos sociales fundamentales, así como hacia su equiparación con los derechos civiles y políticos en términos de exigibilidad ante los poderes públicos.
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