TONI RAMONEDA
Martine Aubry, secretaria general del Partido Socialista francés, y Ségolène Royal, ex candidata a la presidencia de la República, protagonizaron en otoño una cruenta batalla por la presidencia de su partido enfrentándose en una segunda vuelta muy reñida (ganó Aubry por el 0,02% de los votos) y encarnando dos proyectos que, hasta ahora, parecían opuestos. Martine Aubry, alcaldesa de Lille y ministra de Trabajo durante el Gobierno de Lionel Jospin en el que se adoptó la semana laboral de 35 horas, y Ségolène Royal, presidenta de la región Poitou Charentes y candidata, tras unas primarias sin perdón en el seno del partido socialista, a la elección presidencial de hace dos años. Por un lado los valores clásicos del socialismo: reducción del tiempo de trabajo, representación de la clase obrera (la región de Lille fue una de las más afectadas por las reconversiones minera y siderúrgica de los ochenta) y concepción keynesiana de la economía basada en el poder adquisitivo de los trabajadores. Por el otro, una concepción del socialismo fundada en la participación ciudadana, en el voto popular (en la región de Poitou Charentes se multiplican las iniciativas de participación ciudadana al punto de que se acusa a Ségolène Royal de instrumentalizarlas a su conveniencia) y, como consecuencia de ello, en la responsabilización de los ciudadanos en tanto que actores de la vida pública.
Se desprendió de este duelo una oposición que parecía filosófica: los partidarios de Martine Aubry encarnarían el fondo, los contenidos que constituyen la tradición política y las reivindicaciones del partido socialista, mientras que los de Ségolène Royal defenderían un cambio en las formas, sustentado en la importancia que estas habrían adquirido en el mundo actual. Un partido de militantes (el defendido por Martine Aubry) y uno de seguidores (el que pretendía Ségolène Royal). Para quienes se situaban en el ala izquierda del partido no había duda: los contenidos siempre son más importantes que las formas. Estas mismas personas decían que Ségolène Royal encarnaba una idea americana de la política y se apoyaban, por ejemplo, en el meeting que había dado a finales de septiembre, en el Zénith de París (una sala de conciertos), micrófono en mano y emulando a Cyrano de Bergerac. ¡Demasiado teatro para una política seria y de izquierdas!
Tras las pasadas elecciones europeas, en las que la socialdemocracia europea sufrió un importante revés al que, por supuesto, no escapó el socialismo francés, las dos mujeres se reunieron en París con el propósito de reconstruir su maltrecho partido. El reto es doble: por un lado se trata del maridaje imposible entre el fin y los medios; lo que en otros tiempos se llamaba la cuestión del método. En este sentido, el socialismo francés, con todas sus imperfecciones y con sus luchas internas, nos recuerda que la izquierda, por definición, debe, sin cesar, redefinirse, cuestionarse y reinventarse si no quiere caer en el dogmatismo. Pero detrás de ello se esconde un segundo reto, que es en el fondo el reto de la socialdemocracia europea: conjugar la reivindicación con la responsabilidad.
La política es una lucha por el poder y Ségolène Royal, que no lo esconde, defiende sin tapujos un partido de seguidores que pueda ayudarla a conseguirlo. Para muchos que se dicen de izquierdas aceptar esa premisa implica un pacto con el diablo, pues la política no debe ser una lucha por el poder sino una lucha por el control colectivo de nuestro destino. Lo que ocurre es que con ello se confunde la política con lo político. El control de nuestro destino, ideal de emancipación que remonta a la Ilustración, se encuentra en el ámbito de lo político, de la discusión, de la confrontación y de la contradicción cotidianas. Ámbito que (y esto es lo que debería caracterizar a la izquierda del siglo XXI) la política debe gestionar sin corromper.
Y aquí es donde la noción de responsabilidad adquiere su valor político. La responsabilidad es aquello con lo que acarrea cada ciudadano por el hecho de votar a un candidato, una ley o una moción, de participar en una reunión política o de propietarios de escalera. La política consiste en reconocer esta responsabilidad, no en asumirla: el político no debe presentarse como un servidor (pese a los cantos de sirena de Maquiavelo). El político sirve cuando aparece como el portador de un discurso reconocible. El político sirve cuando asume el riesgo de imponer un determinado significado a palabras polisémicas como inmigración, seguridad, libertad, ecología, cohesión social... Y el político responsable es capaz de reconocer en sus votantes las razones de su acción (porque las razones se expresan mediante palabras) y de actuar en consecuencia: dimite porque se considera en contradicción con ellas o sigue en el cargo porque las suscribe. La primera opción es la que adoptó Lionel Jospin en Francia en 2002.
La debacle del socialismo francés empezó cuando a Jospin se le ocurrió decir durante la campaña presidencial que su programa no era socialista. Jean-Marie LePen llevó su extrema derecha hasta la segunda vuelta de aquella elección y el candidato socialista dimitió de sus funciones, abandonó la política y argumentó que no había logrado explicar su programa. Se le acusó de doble traición: a los militantes por abandonar el barco y al socialismo por no respetar sus valores. Y, sin embargo, su frase ("mi programa no es socialista") significaba lo que, siete años más tarde, expresa la
reunión de Martine Aubry y Ségolène Royal: un programa capaz de conjurar la responsabilidad ciudadana y la reivindicación colectiva. Un programa socialdemócrata.
Toni Ramoneda es doctor en Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lyon.
Ilustración de Miguel Ordoñez
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