Nicolás de Pedro
El de Xinjiang es un conflicto enquistado, con cíclicas explosiones de violencia y que se agrava progresivamente. Sus profundas causas no sólo no se mitigan, sino que se agudizan cada año, y el malestar de muchos uigures es cada vez más insostenible, lo que augura tiempos difíciles y turbulentos. No obstante, el sólido dominio chino y la integridad territorial de la República Popular no parecen en peligro.
Los uigures son un pueblo de lengua túrquica, tradición sedentaria y religión musulmana sunita que, desde una perspectiva histórica y cultural, están muy próximos a los restantes pueblos turcófonos del Asia central y, consecuentemente, presentan escasas o nulas afinidades culturales con los chinos. La historiografía oficialista china sitúa el inicio de su dominio sobre esta región en la noche de los tiempos, pero lo cierto es que es en 1884 cuando la China imperial establece la provincia de Xinjiang y en 1955 cuando la China comunista consolida el dominio sobre esta zona con la creación de la región autónoma del Xinjiang Uigur.
Los uigures constituyen una de las 55 minorías étnicas reconocidas por el Estado chino y son, junto con los tibetanos, los que han mostrado un mayor rechazo al dominio de Pekín. Son unos nueve millones, el grupo mayoritario en Xinjiang, aunque parece que dejarán de serlo en pocos años. La inmigración Han es precisamente el principal combustible que alimenta el malestar uigur: sólo en las últimas cinco décadas se ha multiplicado por 25, pasando de trescientos mil a casi ocho millones. Esta presión demográfica viene acompañada de políticas de asimilación y disolución de la identidad uigur, lo que agudiza el sentimiento de acorralamiento y discriminación en lo que consideran su legítimo territorio.
En 2001, Pekín puso en marcha un mastodóntico plan para desarrollar las regiones del Oeste, a través del cual ha invertido miles de millones de dólares en Xinjiang con la esperanza de aplacar el irredentismo uigur y de fortalecer la integración con el resto del país. La explotación de las riquezas minerales es uno de sus ejes: además de oro y uranio, el subsuelo de Xinjiang alberga unas reservas potenciales de unos 40.000 millones de barriles de petróleo. Además, en su intento de crear sinergias con los países vecinos y fortalecer su seguridad energética, Pekín ha alcanzado importantes acuerdos de suministro de petróleo con Kazajstán y de gas natural con Turkmenistán, que contemplan igualmente la construcción de las infraestructuras necesarias para su transporte. Así, el oleoducto que une el mar Caspio con Xinjiang es ya una realidad y el gasoducto proveniente de Turkmenistán lo será en poco tiempo. De igual forma, hay proyectado un oleoducto a través de Pakistán que conectará el mar Arábigo con el sur de Xinjiang.
Todo esto sólo es la primera fase de un visionario proyecto que aspira a hacer de Xinjiang el polo dinamizador de Eurasia interior y el eje sobre el que articular una nueva ruta de la seda que conecte Europa y Asia, lo que no hace sino fortalecer el carácter estratégico de una región en la que Pekín tiene su polígono de ensayos nucleares y que es fronteriza, de Este a Oeste, con Mongolia, Rusia, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Afganistán, Pakistán y la India.
Es en este panorama donde los uigures aparecen a los ojos de Pekín como un elemento disonante. No obstante, son la falta de expectativas y la dureza de las autoridades chinas las que agudizan su malestar y condicionan su reacción y no tanto el sueño de un Uigurstán o Turkestán oriental independiente. Pekín responde al desafío uigur combinando tres tipos de políticas: la represión dura y sistemática de cualquier actividad al margen de la permitida por el Estado; la promoción de la asimilación y disolución de la identidad uigur; y la implementación de estos grandes planes de desarrollo que, no obstante, repercuten de manera muy desigual en las comunidades Han y uigur. Todo lo cual confiere al proyecto chino en Xinjiang un fuerte carácter colonial.
Después de los atentados del 11-S, China estuvo presta en vincular su lucha contra los uigures con la "guerra contra el terror" de la administración Bush. Algunos atentados terroristas en Xinjiang a principios de los noventa y la presencia de unos 200 uigures combatiendo en Afganistán, Pakistán e incluso Chechenia fortalecen la posición china. No obstante, hay que indicar que la diáspora uigur organizada en el exilio –a la que Pekín suele situar como cerebro en la sombra, a pesar de que su acción tiene escaso impacto en el interior de la región–, hace de la defensa de los derechos humanos y la mejora de las condiciones de vida el eje de sus reivindicaciones y sitúa al Islam como un elemento central, pero desde una perspectiva cultural y no política. De hecho, son los tibetanos y el Dalai Lama y no Al Qaeda y Bin Laden el espejo en el que se miran para incrementar su visibilidad y legitimidad internacional. Por ello han hecho de Rebiya Kadeer la cabeza visible tanto del Congreso Uigur Mundial como de la Asociación Uigur Americana, con el objetivo de fortalecer su imagen y contrarrestar la discursiva china que los vincula con el terrorismo.
Las políticas chinas han sido muy eficaces en aplacar el activismo uigur y acallar su voz en Xinjiang, pero no en reducir su malestar y en desactivar el conflicto latente. Y estos son los motivos que incitan a muchos uigures a actos como la manifestación en Urumchi, con ninguna perspectiva de éxito pero capaces de provocar graves tensiones y violencia interétnica. Además, la creciente llegada de chinos a la zona meridional, donde su presencia ha sido siempre muy escasa, no hará sino facilitar la radicalización de más uigures, lo que complicará aún más un panorama ya de por sí explosivo.
Nicolás de Pedro es Experto en Asia Central y colaborador de la Fundación Alternativas
Ilustración de Mandrake
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