Ramón J. Moles
Recientemente se ha publicado el Índice de Transparencia de los Ayuntamientos (ITA) 2009, elaborado por Transparencia Internacional España, que constituye una herramienta para medir el nivel de transparencia de los 110 mayores ayuntamientos de España –esto es, los de más de 65.000 habitantes–. El estudio indica que los ayuntamientos transmiten, en general, más información que en 2008, especialmente relativa a datos económico-financieros, contrataciones o proyectos de urbanismo, resultando que en la primera posición se sitúa el Ayuntamiento catalán de Sant Cugat del Vallès.
La iniciativa es relevante especialmente en cuanto a la transparencia de la documentación local ubicada en Internet –ello supone ante todo poco más que una muy correcta gestión de sus webs– y en este sentido merece los mayores elogios tanto en relación a la organización que promueve el estudio como a los consistorios que han mejorado su posición respecto a esta cuestión. Ello no es óbice, sin embargo, para tener que recordar que la transparencia es sólo uno de los elementos de la gobernanza y que, para desarrollar la gobernanza del riesgo de corrupción, es preciso contar con otros ineludibles ingredientes. Como indica el profesor Villoria –autor del estudio–: "Se puede ser corrupto a la vez que transparente, pero la transparencia no deja de ser un arma contra la corrupción ".
Efectivamente, la gobernanza-prevención del riesgo de corrupción requiere, además de transparencia, de una visión integradora de lo público y lo privado que conlleve necesariamente la existencia de modelos regulatorios novedosos (basados en la coexistencia de autorregulación y regulación clásica), así como de sistemas de fiscalización de carácter transversal (por ejemplo, mediante la existencia de agencias independientes) en paralelo a los clásicos sistemas de control vertical basados en el sistema electivo o en la aplicación de la jerarquía organizativa. La visión integradora de lo público y lo privado consiste ante todo en huir del reduccionismo que otorga el protagonismo del fenómeno al sector público: no podemos obviar que existe corrupción en las administraciones porque existen comportamientos corrupto-génicos tanto en el sector privado como en el ámbito político, sobre todo si estos últimos disponen de la capacidad económica y de la influencia política necesarias para ello. En este sentido, atajar la corrupción en el sector público requiere atajarla también en el sector privado, a sabiendas de que la prevención penal no es generalmente eficaz (a los resultados cotidianos podemos remitirnos). Es preciso pues en este ámbito echar mano de mecanismos como la autorregulación o los modelos de calidad, incluso de la misma transparencia exigida al sector público –que es también lógicamente exigible al sector privado–, y que adecuadamente combinados con medidas en el sector público permitan acotar y reducir el fenómeno.
La existencia de modelos regulatorios novedosos supone también, además de la implantación de técnicas de autocontrol y autorregulación, el abordaje de ámbitos de regulación hasta hoy absolutamente opacos o inexistentes, y ello a pesar de que la realidad se empeña cansinamente en mostrarnos cada día la imperiosa necesidad de ello.
Podríamos referirnos en este punto a varias cuestiones, aunque entre ellas destaca una largamente escamoteada a la opinión pública española: la financiación de los partidos políticos, de todos sin distinción. Baste ver la mayoría de casos acontecidos en nuestros municipios –muchos de ellos relacionados con plusvalías urbanísticas o comisiones por concesiones o contratos– y como en la mayoría de ellos de un modo u otro aparece casi siempre esta cuestión. Y es que la calidad de un sistema democrático está también directamente relacionada con, y es directamente proporcional al, conocimiento que la sociedad civil tiene sobre el manejo de fondos para actividades políticas.
La existencia de poderosas neblinas sobre este tema no hace más que provocar la aparición de disfunciones, opacidades y ocasionales corrupto-génicas que se intentan justificar en la necesidad de financiar las actividades de potentes máquinas políticas capaces de copar los espacios parlamentarios o de representación municipal. Esta dinámica provoca además situaciones de endeudamiento que acaban vinculando al poder financiero, al periodístico y a empresas públicas con los aparatos políticos mediante vínculos no legitimados ni por las urnas ni por los mecanismos de control de los mercados económicos. La existencia de listas cerradas en los procesos electorales fomenta además la aparición de castas políticas también cerradas, sumisas a sistemas electivos clientelares y de financiación opacos que se retroalimentan de procesos no transparentes que escapan a todo control.
En resumen, si se observa atentamente la casuística de esta cuestión, se podrá ver que, al fin y al cabo, los ámbitos de gestión afectados (contratación de suministros, selección de personal, gestión urbanística y demás) tienen que ver casi siempre con la satisfacción de necesidades económicas de organizaciones al margen de unos mecanismos que, al menos hasta ahora, no han sido todavía establecidos. Así es que transparencia, por supuesto, pero si además lo es en lo sustancial mucho mejor.
Ramón J. Moles es Director del Centre de Recerca en Governança del Risc (UAB-UOC)
Ilustración de Daniel Roldán
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