Luis Matías López
La llegada al poder de Barack Obama creó demasiadas expectativas, como si fuese un mago capaz de implantar una era de paz y justicia en el mundo. Tal vez fuese esperar demasiado pero, cuando menos, hay que exigirle que ejerza un liderazgo que no permita la repetición de los abusos de poder y las violaciones de los derechos humanos de su predecesor George Bush.
El último ocupante de la Casa Blanca que se puso la sotana de misionero fue Jimmy Carter y ha quedado para la historia, tal vez injustamente, como un gobernante débil y nefasto. Obama no quiere dejar un legado similar, y hará cuanto esté en su mano para que su Presidencia no marque el inicio del declive del imperio nor-
teamericano, que se viene anunciando desde hace años. Sin embargo, pasaron sus primeros 100 días de mandato, pasaron los 200, y ya debería empezar a rendir cuentas. No sólo por lo ocurrido desde el 20 de enero, sino también durante los ocho años anteriores, en los que George Bush, su vicepresidente, Dick Cheney, y su secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, dirigieron la guerra global contra el terrorismo de forma tan sutil como los hermanos Earp y Doc Holiday en el caótico tiroteo del O. K. Corral de Tombstone.
Obama prometió cerrar la cárcel alegal de Guantánamo, respetar las convenciones de Ginebra sobre prisioneros de guerra y poner fin a las torturas y las escuchas ilegales. Sin embargo, dio a entender que no lanzaría una caza de brujas para purgar los servicios de inteligencia, singularmente la CIA, de los elementos indeseables que aplicaron el todo vale en los interrogatorios a los sospechosos. El hecho de que, desde el 11 de septiembre de 2001, no se haya producido ningún otro gran atentado islamista en territorio de Estados Unidos fue considerado como la mejor prueba del éxito de esa línea de
actuación.
Con Obama, ese pensamiento simplista ya no es válido. El pasado lunes, el fiscal general, Eric Holder, nombraba un fiscal especial para que investigue una docena de casos de tortura de prisioneros islamistas, en uno de ellos con resultado de muerte. Era la consecuencia lógica del informe remitido al Departamento de Justicia por su propio comité ético, que documenta desde amenazas de ejecutar a un detenido con una taladradora o violar a la madre de otro hasta matar a un sospechoso bajo custodia de la CIA en la prisión iraquí de Abu Ghraib. Eran métodos perfeccionados de interrogatorio o emanaciones de una especie de manual de tortura redactado por expertos de Justicia. Si esto ocurría en centros de detención norteamericanos, aterra pensar en lo que debió de pasar (¿seguirá ocurriendo?) en cárceles secretas ubicadas en países aliados sin garantías jurídicas.
El texto del informe ha tardado cinco años en elaborarse, y cabe preguntarse si habría tenido consecuencias si Obama no hubiese llegado a la Casa Blanca. Hace cuatro meses, se desclasificaron otros informes, estos de la CIA, que detallaban técnicas de interrogatorios como el submarino (inmersión en agua hasta el límite del ahogamiento) y la privación continuada del sueño. En la mayoría de los casos, las torturas no fueron obra de agentes incontrolados, sino resultado de la aplicación de órdenes ejecutivas secretas emanadas de lo más alto.
El fiscal especial, John Durham, es un jurista de prestigio que se ha ocupado de casos de corrupción política y crimen organizado, y que tiene ya en su currículo la investigación de la destrucción por la CIA, en 2005, de grabaciones de torturas. Puede que empapele a unos cuantos agentes, pero eso les convertiría tan sólo en cabezas de turco de un escándalo que exige la depuración de responsabilidades a nivel mucho más alto. No podrá llegar tan lejos, y Obama es el último que lo quiere. Cheney, ideólogo de esa política, se muestra desafiante hasta el vómito e incluso llega a pedir que se desclasifiquen más documentos que, según él, demostrarían que esos interrogatorios fueron decisivos para proteger a Estados Unidos de la amenaza de Al Qaeda.
La CIA no es esa banda de tipos listos que reflejan las películas de espías. El extraordinario libro de Tim Weiner Legado de cenizas (editorial Debate) ilustra, con un diluvio de datos, que la historia de la agencia es una sucesión de fracasos, desde no enterarse de que los rusos estaban a punto de fabricar la bomba atómica hasta demostrar que Sadam Husein disponía de armas de destrucción masiva. La agencia tiene dos misiones fundamentales: informar al presidente de lo que se está cociendo y desarrollar operaciones secretas en el extranjero. El 11-S fue la mejor prueba de que no cumplía la primera; que Bin Laden siga vivo y Al Qaeda activa, revelan que tampoco cumple la segunda.
Saltarse todas las reglas no puede ser nunca la fórmula contra el fracaso, y menos con esta Presidencia, que Obama ha calificado como la del "imperio de la ley y los derechos humanos", convencido de que no debe haber incompatibilidad entre "nuestra seguridad y nuestros ideales". El actual director de la CIA, Leon Panetta, lo ha dicho con todas las letras: "No se debe utilizar la tortura bajo ninguna circunstancia".
Habrá que confiar en que Obama cumple lo que predica y que medidas como la creación de un nuevo equipo de élite de interrogadores, que aplicará el manual militar y acabará con el predominio de la CIA en este campo, no conducirán a nuevos excesos. Pero su falta de entusiasmo, que comparte Panetta, hacia la exigencia de responsabilidades por los abusos de la era de Bush, indica que quiere pasar página y consagrar la impunidad. Se pueden entender sus razones: no desmotivar más a unos agentes que se sienten chivos expiatorios de errores ajenos. Pero entenderlas no significa justificarlas.
Luis Matías López es Periodista
Ilustración de César Vignau
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