Dominio público

Al Qaeda: aniversario y balance

Pere Vilanova

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Se cumple el octavo aniversario del fatídico 11-S y empieza a ser necesario hacer un balance mínimamente riguroso de sus consecuencias. O, mejor dicho, del balance que ofrece eso que denominamos genéricamente Al Qaeda, pero también del balance de las políticas de respuesta que se han aplicado a esta amenaza. Políticas de respuesta que se han dado desde las democracias y desde otros actores de diversos tipos, incluyendo regímenes autoritarios de perfiles muy variados. Parece obvia la importancia de ese ejercicio y, sin embargo, o no se ha hecho todavía, o se ha hecho parcialmente. Es verdad que en el quinto aniversario del 11-S hubo diversas reflexiones y análisis, pero probablemente venían muy condicionados por la proximidad del acontecimiento o por su aura conmemorativa.

El balance merecería ser exhaustivo, pero ello excedería en mucho las dimensiones del presente artículo. Ha de ser además una obra colectiva, abordada desde diversos ángulos, pero sobre todo esta evaluación ha de ser un ejercicio constante, permanente, al margen o en paralelo a las declaraciones políticas, institucionales o conmemorativas que las diversas acciones terroristas susciten. Son o deberían ser dos cosas distintas. Al Qaeda –propagandas interesadas aparte– no ha triunfado; de hecho su balance es pobre en relación a sus propias expectativas. No ha conseguido acercarse al listón más elevado de su programa, aunque es bien cierto que incluso actuando a niveles más bajos o consiguiendo algunos atentados aquí y allá, sigue siendo un problema muy serio de seguridad para todos nosotros. Por ejemplo, en relación a –aparentemente al menos–su ambición de derribar gobiernos (árabes o no), y de instaurar califatos islámicos, su balance es nulo, cero total. La estabilidad de los gobiernos árabes que Al Qaeda ha vilipendiado más (su casi totalidad, empezando por Arabia Saudí) no se ha visto decisivamente amenazada. La agenda política de Marruecos, Líbano, Siria, incluso Egipto, no viene marcada por una supuesta centralidad de Al Qaeda. Su implantación en Líbano es marginal (en dos campos palestinos, situación ya de por sí aislada y marginada en suelo libanés) y nula en Palestina, donde Hamás resolvió hace poco y a tiro limpio la primera puesta en escena de Al Qaeda en Gaza.

Algunos analistas insisten en que se expande por el Magreb y en realidad se puede considerar que su aparición en Mauritania y regiones afines saharianas o subsaharianas es una prueba de su marginalización, su dificultad de crecer en Marruecos o incluso en Argelia (comparado con los días álgidos del GIA en los años noventa). La invasión de Irak propició su aparición en dicho país, donde no estaba (Bin Laden consideraba a Sadam Husein un blasfemo y un hereje), pero a día de hoy la agenda de inestabilidad de Irak viene determinada por las fragmentaciones inter e intra comunitarias, las provocaciones terroristas contra los chiíes a cargo de grupos suníes, la inestabilidad política interna e institucional. Pero Al Qaeda no es el actor central en Irak. Incluso en Afganistán, una vez ISAF se ha decidido a desconstruir la foto fija del concepto talibán, se ha visto lo ya sabido por muchos expertos. El término debe ser insurgencias (en plural), comprensible sobre todo desde las tradiciones y estructuras sociales, étnicas y lingüísticas más ancestrales. Al Qaeda fue una operación de import-export que hoy en día tiene mucha influencia en diversas partes de la frontera entre Afganistán y Pakistán, sobre todo en Waziristán y en algunas zonas de diez de las 34 provincias de Afganistán. Por cierto, Al Qaeda no tomará el poder en Islamabad, y, si el actual Gobierno paquistaní (civil y surgido de un proceso electoral) hubiese de caer, sería por un golpe de Estado, según un ciclo perfectamente fechado de alternancias civiles y militares desde 1948 hasta hoy. Y así sucesivamente.

En cuanto a nuestras democracias: los gobiernos han resistido bien, el consenso social contra el terrorismo en general ha salido reforzado de la prueba y, si alguna influencia política ha podido tener, es en dos direcciones. Una, inevitable, se verá próximamente en procesos electorales en Alemania o Reino Unido; es bastante lógico y tiene que ver con la relación entre la opinión pública y los gobiernos en momentos de crisis. La segunda no era inevitable y tiene que ver con excesos en el terreno de los derechos humanos, civiles y políticos. Ese debate lleva ya tiempo abierto, en Estados Unidos, Reino Unido y Europa continental, los medios de comunicación han demostrado su utilidad (sobre todo, el poder de la imagen), y nuestras sociedades de opinión han probado su solidez. Si se mide la cuestión en términos de rendimiento, las políticas de respuesta antiterrorista basadas en actuaciones policiales y judiciales, a nivel nacional y a nivel de coordinación supranacional, han mostrado un grado de eficiencia muy superior (y no sólo en lo moral) a experimentos como Guantánamo u otros agujeros negros.

Nadie niega ni el problema de Al Qaeda ni su gravedad. Precisamente porque políticamente ha tocado techo, su limitado poder de reclutamiento se traducirá en (intentos de) acciones terroristas muy agresivas. Pero no debemos otorgarle el rol central en la compleja agenda actual de la seguridad global. Además del cambio climático y otros riegos de perfil diverso, la crisis financiera internacional, las relaciones transatlánticas, las migraciones, el problema del acceso al agua, los muchos conflictos regionales, el cibercrimen, las mafias y el narcotráfico, el G-20, el G-8 y su actuación al margen de las instituciones internacionales existentes, etc. Todo esto es muy serio, muy complicado. No todo es obra de Al Qaeda. De hecho, en este marco global es un actor cada vez más marginal.

Pere Vilanova es Catedrático de Ciencia Política (UB) y analista en el Ministerio de Defensa

Ilustración de Iker Ayestarán

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