MIGUEL ÁNGEL MORATINOS
Es sabido que en su larga, compleja y apasionante biografía Francisco Ayala fue también durante un tiempo diplomático al servicio de la República. Él mismo mencionó tal episodio en sus memorias. Menos conocidas son las circunstancias en que se produjo su nombramiento como secretario de primera clase en la legación española en Praga. Influyeron en ello dos circunstancias. En primer lugar, el hecho de que Ayala había estudiado en Berlín y conocía bien el alemán. Praga era a la sazón un importante centro intelectual en donde el idioma alemán tenía gran proyección de la mano de autores como Franz Kafka. El joven Francisco Ayala ya había traducido obras de autores entonces tan prestigiosos como Carl Schmitt y Karl Mannheim. En segundo lugar, también era catedrático de Derecho Político y letrado de las Cortes. Una mente jurídica bien equipada era imprescindible para lidiar en particular con los problemas de la legación praguense y, en general, con la política centroeuropea.
El fenómeno subyacente a la incorporación de Ayala a la carrera diplomática fue otro. La Guerra Civil dividió a todos los españoles. También a la administración, al Ejército y, no en último término, a los funcionarios del servicio exterior, que se vieron en la obligación de escoger bando. Se ha calculado que de los 380 miembros de la carrera diplomática que estaban en servicio el 18 de julio de 1936, no menos de 243 se pasaron en lo que quedaba de año al bando franquista. En los primeros meses de 1937 se sucedieron los abandonos, lo que causó un daño irreparable al maltrecho servicio exterior. De hecho, una reciente estimación ha determinado que la carrera diplomática del período de paz perdió, en el curso de la guerra, casi un 90% de sus efectivos.
¿Cómo lidiar con tal catástrofe, cuyos efectos se hicieron sentir a lo largo de toda la Guerra Civil y de manera agudísima en los puestos del exterior? El Gobierno encontró varias fórmulas. Una de ellas consistió en disolver la carrera diplomática tal y como había existido hasta entonces y crear otra de nuevo cuño. El Decreto del 21 de agosto de 1936 sentó la base jurídica, pero hubo que abordar, sin dilación y en la urgencia, una labor inmensa, no muy diferente –aunque salvando las distancias– a como fue la creación de un nuevo Ejército Popular. Ahora bien, este último se ha estudiado pormenorizadamente y todavía no se ha alumbrado su trasunto en el campo de las relaciones exteriores.
Dentro de poco sabremos algo más. Hace algunos meses di instrucciones para que un equipo de historiadores reconstruya lo que continúa siendo un capítulo poco conocido de la historia de la diplomacia española.
Por las primeras catas efectuadas, sabemos que el Gobierno procedió de dos maneras. La más conocida consistió en nombrar como jefes de misión en embajadas o legaciones emblemáticas a figuras de la intelectualidad, la política y la cátedra. Ello nunca fue sustituto para la tarea más pedestre de rellenar las filas de los nuevos batallones de la infantería diplomática que, de consuno con los funcionarios del servicio exterior que permanecieron fieles a la República, constituyeron el meollo de la nueva carrera.
En las filas de aquella infantería se insertó un joven Francisco Ayala, a las órdenes inmediatas del embajador en Praga, el eminente catedrático de Derecho Penal y vicepresidente socialista de las Cortes, Luis Jiménez de Asúa.
La legación en Praga tuvo que hacer frente a dos tareas urgentes. La primera, conseguir que el Gobierno checoslovaco –que, como los de los restantes países europeos, se había alineado tras la política de no intervención en los asuntos de España– se viese inducido a suministrar armas a la República. No fue un cometido fácil. El Gobierno de Praga, de coalición, estaba dividido en sus simpatías hacia los dos bandos en lucha en España. Jiménez de Asúa y sus colaboradores, a la cabeza de los cuales se situó Ayala, puso toda la carne en el asador por llevar a cabo complicadas operaciones, la mayor parte de las cuales no tuvieron éxito. La segunda tarea fue montar un servicio de inteligencia que pudiera proporcionar informaciones de naturaleza política sobre la evolución en la Europa central y los designios alemanes, tanto en el plano general como sobre la guerra en España. Este es un aspecto más conocido, ya que los informes de Jiménez de Asúa están perfectamente conservados.
Dos intelectuales lúcidos al servicio de la República en la misma embajada no fue algo que se repitiera con frecuencia en la red exterior. La legación de Praga se puso a la cabeza y superó a otros puestos incluso teóricamente más importantes, como Londres, París o Moscú.
Las cosas no terminaron bien. Los diplomáticos en Praga tuvieron que sufrir los efectos de un Ministerio de Estado desmantelado, a pesar de los esfuerzos titánicos de sus cuadros directivos, por lo general funcionarios de la antigua carrera. Los viejos demonios de la administración española de la época –descoordinación y una logística pobre– hicieron de las suyas. Los funcionarios de Praga, como los de otros tantos puestos, recibieron escasas instrucciones y los sueldos con notable retraso. Añádase a ello el ensombrecimiento del panorama europeo, para seguir el cual los telegramas de Praga constituyeron ayudas preciosas.
Notable es, pues, que no disminuyera el fervor republicano de Jiménez de Asúa y de sus colaboradores de Praga. Ayala lo demostró cumplidamente cuando le llamaron a filas y volvió a España, incorporándose como teniente auditor al Ejército Popular. Su etapa de diplomático quedó atrás.
Hoy no podemos hacer sino recordarla y recordar las circunstancias que a ella le llevaron.
Miguel Ángel Moratinos es ministro de Asuntos Exteriores y Cooperación
Ilustración de Iker Ayestaran
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