ALFONSO VILLAGÓMEZ CEBRIÁN
La reforma que se ha votado en el Congreso de los Diputados de la legislación en materia de aborto está irritando profundamente a los sectores más conservadores de nuestra sociedad. A la agresiva campaña puesta en su día en marcha por las facciones más reaccionarias de la Iglesia católica, ahora su Conferencia Episcopal Española vuelve a emitir por boca de su portavoz las mayores amenazas de castigos eucarísticos contra los políticos católicos que apoyan y defienden esta ley. Una rebelión clerical que hay que enlazar con campañas y proclamas de naturaleza cientificista y hasta con ñoñas manifestaciones dirigidas por esos mismos sectores en desenfrenada defensa callejera "de la vida".
Pero algo tan serio para una mujer como es el grave problema de tener que verse en la dificilísima situación de abortar, después de tomar una estricta decisión personal en ese sentido, sin duda de lo que más necesita es de respeto. Del respeto que ha expresado con valentía José Bono a la vez que ponía el dedo en la llaga en el hipócrita planteamiento de la Iglesia católica, herida por la que viene sangrando desde hace tantos siglos. Porque no se puede razonar a través de algarabías de los que gritan por las calles con pancartas insidiosas, ni de sospechosos manifiestos de científicos, ni mucho menos de una posición frontal de la jerarquía eclesiástica que ningún derecho tiene en democracia para interferir en las leyes que se promulgan para todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes.
Y es que cualquier aproximación que se quiera hacer con rigor a este tema tiene que partir del supuesto de que el aborto es un acto traumático, que ninguna mujer –estoy absolutamente seguro– querría tener que llegar a realizar en su vida; y esa es una realidad tan tozuda que ningún legislador responsable puede desconocer. Por esto mismo, el progresivo tratamiento jurídico-legal del aborto tiene que ir alejándose de su contemplación penal, es decir, de una visión exclusivamente represiva que define como delito cualquier supuesto de aborto provocado, para aproximarnos a una nueva legislación preventiva del acto individual que encierra la interrupción voluntaria del embarazo. Por lo que no se comprende toda esta algarabía cuando no fue el propósito del Gobierno, y ahora del Parlamento español, desterrar dicho tratamiento penal del aborto. En efecto, lo que ahora se ha hecho ha sido exclusivamente sustituir el sistema de indicaciones incorporado al Código Penal de 1973 –a través de la Ley Orgánica 9/1985– por el sistema de plazos, es decir que se va a mantener el presupuesto básico de la protección penal de la vida humana en formación, estableciendo, al mismo tiempo, los criterios legales concretos de no punibilidad del aborto.
El debate sobre el aborto se ha intentado situar siempre, desde la perspectiva jurídica más tradicional, en el problema de determinar el momento en que el feto, una vez concebido, sea por medio natural o in vitro, comenzaba a ser humano. Pues bien, en este terreno hasta los juristas más santos de la historia han sido prudentes: San Agustín sostenía así que no comenzaba hasta después de 40 días de embarazo y Santo Tomás de Aquino estaba en la misma línea. Hoy en día, el punto de referencia está en el artículo 15 de la Constitución: "Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral...".
Nuestro Derecho es claro en el sentido de que es el nacimiento lo que determina la personalidad y que al concebido se le tiene por nacido, "para todos los efectos que le sean favorables", siempre que el feto tuviera forma humana y viviese 24 horas enteramente desprendido del seno materno (artículos 29 y 30 del Código Civil ). El hecho de que el nasciturus, es decir el concebido y no nacido, pueda alcanzar la personalidad con el cumplimiento de esas condiciones no implica en modo alguno un reconocimiento a efectos jurídicos de la existencia de vida en el feto desde el mismo momento de la concepción, sino que pone de relieve que es precisamente el nasciturus el bien constitucionalmente protegido por el artículo 15 de nuestra norma fundamental, como señaló el Tribunal Constitucional en su conocida sentencia del año 1985.
Porque una cosa es que la vida humana en gestación sea por tanto un valor a proteger jurídicamente –como de hecho ya está– y otra distinta que el nasciturus tenga derecho a nacer, ya que, como he dicho, únicamente la persona es sujeto de derecho y lo que determina la personalidad, en el caso que hablamos de la persona física, es el nacimiento. Por consiguiente, no se puede plantear la cuestión, como algunos pretenden, entre una colisión del derecho a la vida y un hipotético derecho de abortar que conferiría a la mujer la nueva ley en proyecto. Tan irreal puede ser ese pretendido derecho a abortar como lo es sostener la hipótesis de que desde la fecundación se posee entidad de ser humano.
En una sociedad democrática avanzada, el problema del aborto sólo se puede entender si se plantea desde el reconocimiento y el favorecimiento legal para que las mujeres puedan decidir. La función de la ley es así establecer los medios para que la mujer, único sujeto directamente interesado, pueda ejercer libremente esta capacidad de decidir irrumpir, o no, voluntariamente un embarazo, que lo pueda hacer a partir de la edad que el legislador estime razonable y, en todo caso, será en última instancia un juez quien determinará en los supuestos de ejercicio de esta decisión por parte de una menor, si ha tomado libremente dicha decisión. Pero no podemos volver a situarnos en el terreno de la hipocresía social y legal, pues si una mujer de 16 años puede obligarse válidamente en matrimonio y puede también decidir sola, por ejemplo, someterse a una intervención quirúrgica a vida o muerte, difícilmente se puede entender que no se le pueda otorgar el marco de seguridad jurídica necesaria para que pueda decidir sobre una materia tan personalísima como es su propia maternidad.
Alfonso Villagómez Cebrián es magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Galicia
Ilustración de Mandrake
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