Joan Barata
Jurista y experto internacional en libertad de expresión
Una de las decisiones más importantes del final del mandato de Obama ha sido sin duda la conmutación de la pena de la soldado Chelsea Manning. Como es sabido, Manning había sido condenada a 35 años de prisión por la revelación intencionada de documentos relativos a la seguridad de Estados Unidos. A la gravedad de la pena impuesta hay que añadir el inhumano trato penitenciario al que aparentemente está siendo sometida, así como el modo con el que fue estigmatizada su acción por parte de las más altas instituciones estadounidenses, para quienes revelar informaciones relativas a asuntos de seguridad de nacional automáticamente suponía una traición a la patria y la puesta en peligro de vidas de personal de Estados Unidos en el mundo.
La combinación de terrorismo yihadista en suelo occidental con el desarrollo de crisis y conflictos como el de Siria has puesto en el primer plano la necesidad de contar con mecanismos eficientes y coordinados de protección de la seguridad nacional. Agencias de inteligencia y organismos similares han visto aumentados sus presupuestos en muchos países del mundo. Los respectivos parlamentos se han ocupado también de aumentar los poderes y capacidad de actuación de estos entes. Estos movimientos responden, sin duda, a preocupaciones e intereses legítimos en el seno de nuestras democracias.
La cuestión se volvió no obstante especialmente delicada cuando empezaron a publicarse revelaciones acerca de determinados abusos cometidos por las agencias de diversos países (y especialmente los Estados Unidos), las cuales habrían usado los mecanismos tecnológicos y recursos a su alcance para incurrir en serias vulneraciones de los derechos fundamentales de los ciudadanos, especialmente como consecuencia de la aplicación de técnicas de espionaje masivo.
De este modo, países que oficialmente se erigían en promotores y protectores de los derechos humanos en el mundo habrían incurrido en violaciones generalizadas de los mismos. El fin, la lucha contra el terrorismo, habría legitimado la utilización casi ilimitada de los medios al alcance de sus respectivos cuerpos de seguridad e inteligencia. Una guerra sucia de alcance global.
Por otra parte, quienes jugaron un papel imprescindible en la revelación de tales prácticas, es decir, personas que conocían las mismas por razón de su profesión y decidieron trasladarlas a los ciudadanos, fueron inmediatamente perseguidos y tratados como delincuentes por parte de los correspondientes aparatos de seguridad estatales, dando lugar a la actual situación de fuga de Edward Snowden o la ya referida condena y reclusión de Chelsea Manning.
Este sombrío escenario choca con el modo en el que el derecho internacional protege la libertad de expresión y la libertad de información, incluso cuando el ejercicio de las mismas incide o se refiere a asuntos vinculados a la seguridad nacional o el orden público. Es cierto que la protección de estos últimos valores puede legitimar la imposición de ciertos límites a las actividades de periodistas y medios de comunicación (o de todo aquel que quiera publicar sobre esta materia). Sin embargo, dichos límites están sujetos a su vez a restricciones muy claras, intensas y excepcionales. De entrada, los estándares internacionales protegen con especial intensidad la difusión de informaciones de interés público. Los ciudadanos tienen derecho a conocer y discutir el funcionamiento y las decisiones tomadas por los poderes públicos como requisito imprescindible de la vigencia de la democracia. Asimismo, solamente cuando exista un perjuicio directo, inmediato y demostrable a la seguridad nacional, y ese perjuicio sea asimismo de mayor peso que el interés público de la información en cuestión, podrá limitarse la revelación de misma. Finalmente, de entre todos los mecanismos susceptibles de ser aplicados, deberá optarse siempre por el que resulte menos restrictivo y afecte en la menor medida a la difusión de otra información de interés público.
La aplicación de estos principios y normas que en teoría deben ser respetados y desarrollados por todos los miembros de la comunidad internacional tiene consecuencias en tres ámbitos fundamentales.
En primer lugar, periodistas y medios (así como blogueros, activistas, etc.) tienen el derecho de recabar y difundir información con relación a políticas y actividades en materia de seguridad nacional. No se trata pues, de un agujero negro al que los informadores tengan vetado el acceso. Forma parte del derecho de los ciudadanos a la información saber y tener la capacidad de juzgar las decisiones y acciones de los poderes públicos en esta materia. Por otro lado, y como consecuencia de ello, dichos poderes públicos deben asimismo aplicar un principio de transparencia, lo que implica que solamente en aquellos casos en los que se pueda demostrar y acreditar un perjuicio a la seguridad nacional podrán las autoridades apartar del escrutinio público informaciones o documentos. Es necesario recordar que en España la vigencia de este principio internacional choca con una ley de secretos oficiales aprobada durante el franquismo y con claros tintes oscurantistas y arbitrarios.
En segundo lugar, las actividades de medios y periodistas en este ámbito no pueden ser sujetas a ninguna forma de acoso o restricción por parte de los poderes estatales. Los periodistas deben poder acceder a sus fuentes y mantener la confidencialidad de las mismas, incluso en aquellos casos en los que quienes suministren la información hayan incurrido en alguna irregularidad. Sin una completa y adecuada protección de las fuentes periodísticas, también en casos de informaciones sobre seguridad nacional, sería imposible el periodismo de investigación en este ámbito. Ello supone también que nunca podrán utilizarse técnicas de espionaje o vigilancia con respecto de quienes ejercen el periodismo, a fin de controlar o conocer sus fuentes o contactos.
Finalmente, es necesario reconocer o proteger de forma efectiva a los llamados whistleblowers, es decir las personas que proporcionan desde dentro información de interés público con la intención de poner en conocimiento del público prácticas irregulares y violaciones de derechos. Considerar a estas personas desde el prisma de la traición o la vulneración del deber de secreto choca frontalmente con la necesidad de transparencia inherente a cualquier sociedad democrática.
La conmutación de la pena de Manning es pues una buena noticia en el marco de las consideraciones que se acaban de realizar. Sin embargo, es evidente que es muy largo el camino que queda por recorrer. La razón de Estado todavía tiene un gran peso en el comportamiento de muchas autoridades y agencias, dando lugar a un deterioro cierto de los derechos humanos sin que ello suponga por otra parte una garantía de nuestra seguridad.
Comentarios
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