Gaspar Llamazares
Portavoz de Izquierda Abierta y promotor de la plataforma Actúa.
Aprovechando una propuesta del PNV para reformar el Reglamento, el grupo de Unidos Podemos ha presentado una enmienda que, entre otras cosas, pide que se prohíba la lectura de las intervenciones en el parlamento. La causa, al parecer, radicaría en el debate de la moción de censura: el discurso extemporáneo del presidente del Gobierno como respuesta a la contundente requisitoria de la portavoz de Unidos Podemos. Una respuesta escrita, la de Rajoy, que no era tal. Frente a las continuas acusaciones de corrupción por parte de Irene Montero, el presidente hizo un canto a su gestión a la par que cuestionaba al candidato alternativo Pablo Iglesias.
La enmienda de prohibir los discursos escritos ha sido rechazada por la mesa. A pesar de ello, no me resisto a reflexionar sobre su oportunidad en estos momentos de cambio en la dinámica parlamentaria. Nos hallamos inmersos en una legislatura inaugural -en el sentido de la incorporación de nuevos actores-, pero sobre todo de sustitución (esperemos que duradera) del modelo bipartidista por otro de representación pluripartidista.
Porque comparto la necesidad de parar los pies a la degradación de la propia actividad parlamentaria, de la que forman parte los discursos leídos y su aberrante extensión en las réplicas e incluso en las preguntas orales e interpelaciones, me atrevo a afirmar que de nada serviría una prohibición que forma parte ya del reglamento del Senado y a la que nadie hace caso. No cabe duda que el discurso leído pierde autenticidad y veracidad, en definitiva abunda en la burocratización de la actividad parlamentaria. Su generalización supone el fin de la escucha para la deliberación, que es en esencia la actividad parlamentaria. Porque en el parlamento no sólo se elaboran las leyes (y ahora, ni siquiera, por los sucesivos vetos del gobierno Rajoy en minoría), en él se controla al Ejecutivo y a través de la dialéctica y la palabra se representan y contrastan las ideologías y los diferentes modelos. Lo contrario a esto es el monólogo, o como se dice ahora "el relato para los convencidos", sin más ánimo que la agitación de los propios y la derrota de los ajenos mediante el ultimo recurso del voto. Con ello la democracia parlamentaria de un régimen de respeto a las minorías se degrada y se resume a sí misma como el régimen de la mayoría. No es de extrañar en este sentido la alergia de los gobiernos actuales a los contrapoderes y equilibrios democráticos como la Justicia y su tendencia casi irrefrenable a ocuparlos o acallarlos.
Santiago Zavala, al principio de "Conversación en La Catedral" (Vargas Llosa, 1969), se plantea "¿en qué momento se jodió el Perú?". Como en el inicio magistral de la novela, me interesa cuándo y dónde empezó todo. Y con TODO me refiero a la degradación y devenir del debate parlamentario en monólogo burocrático del gobierno versus agitación profética de la oposición. Sobre todo porque considero que es en su reconducción donde se juegan mucho el modelo pluralista y la regeneración democrática de la que tanto se habla y tan poco se practica por la vieja y la nueva política.
La decadencia burocrática del lenguaje de los gobiernos está vinculada al estrechamiento de los márgenes para la política en el nuevo orden neoliberal. En ese escaso margen, aún no atribuido a los mercados, también ha incurrido el lenguaje tecnocrático y gestor de la alta administración del Estado. Como contrapunto, la oposición, aquejada por el mismo mal, ha renunciado a explorar, a moverse e incluso a desbordar los límites impuestos, sustituyendo la política en unos casos por el mismo lenguaje aburrido y tecnocrático del gobierno, en otros por el escapismo de un lenguaje profético dirigido a los medios, a la propia grey o a las redes sociales.
Por tanto, los distintos medios y la sustitución de la retórica por la comunicación también establecen los nuevos márgenes y presentan nuevos retos al debate parlamentario que no debemos ignorar. No obstante, subyace en el trasfondo otra cuestión, la incapacidad para salirse del libreto del gobierno o del partido político, lo que conlleva la esterilización del pluralismo interno y por extensión del pluralismo y del debate parlamentario.
Porque una de las demandas olvidadas del 15M y de buena parte de la sociedad española era sin duda combinar la representación con la participación política. La pregunta es, ¿de qué participación política hablábamos sin que el parlamento de los diputados vaya más allá de sus portavoces, sin la deliberación cruzada entre grupos, sin el reconocimiento de la diversidad de acentos y matices, sin la intervención y el voto en conciencia? En definitiva, sin combinar la obediencia al programa con la obediencia al votante en una democracia de nuevo tipo.
¿De qué parlamentamos si discutimos de espaldas, sin lugar al mestizaje, la negociación o el acuerdo entre diferentes? ¿Cómo debatimos si la búsqueda de acuerdo se entiende como debilidad de carácter o traición a las ideas? Entre el aburrimiento tecnocrático y la agitación profética queda el territorio inexplorado de la política. La política como representación del conflicto de intereses y expectativas que late en la sociedad, pero también de la necesaria deliberación, transacción y compromiso para sacarlos si quiera y parcialmente adelante.
Comentarios
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