BORJA LASHERAS y ANTONIO ORTIZ
Los contornos del futuro orden internacional son aún borrosos. Pero será seguramente un mundo multipolar o no-polar, donde coexistirán potencias de influencia dispar y donde la competición geopolítica será central. La crisis económica y financiera acelera tendencias estratégicas de fondo. Así, el estancamiento político, económico y social de Europa, al que se añaden los errores estratégicos de la Administración Bush, precipitan el desplazamiento del centro de gravedad económico y político hacia Asia y el Pacífico. La reciente gira de Obama por Asia reviste casi más importancia para la política exterior estadounidense que las cumbres con los socios europeos de la OTAN y la UE en Lisboa. Un mayor compromiso en Afganistán es requisito para la celebración misma de las cumbres: habrá viajes de Obama a Europa a cambio de tropas (trips for troops).
Hace poco, en plena hegemonía estadounidense, cercenar el momento unipolar era una necesidad para corregir lo que Paul Kennedy llamaba la desproporción imperial, el hubris de EEUU. Sin embargo, la actual evolución hacia un orden multipolar no parece reforzar el multilateralismo, ni impulsar acuerdos colectivos frente a nuevos desafíos globales. La reciente cumbre del G-20 en Seúl es un caso elocuente. Más allá de lo económico, la inapetencia por el multilateralismo se manifiesta en otros ámbitos. Las organizaciones con responsabilidades de seguridad y defensa –ONU, UE, OTAN u OSCE– elaboran por su cuenta parecidas listas de amenazas y desafíos, pero no existe un verdadero consenso entre sus miembros acerca de las prioridades. Crecen las diferencias políticas en la agenda de seguridad, incluso ante amenazas sistémicas como la nuclear. El criterio de éxito colectivo ya no es la modificación de la conducta de los transgresores, sino el proceso formal: basta con que órganos como el Consejo de Seguridad alcancen alguna decisión, independientemente de su impacto. Cuando los riesgos o los intereses no son tan obvios, como conflictos en estados fallidos o violaciones masivas de los derechos humanos –en Somalia o Congo–, las posibilidades de acciones conjuntas son aún menores.
El multilateralismo parece estar en retirada. Entramos en una etapa de renovado proteccionismo estratégico, agudizado por la crisis económica. La política exterior se renacionaliza frente a la concertación en las instituciones internacionales. La Unión Europea vive una seria crisis de solidaridad, reflejada en las profundas divisiones a la hora de acordar mecanismos para salvar al euro de las especulaciones financieras.
En este contexto, foros como el G-20 aparecen como alternativa a los órganos institucionales clásicos. A ello contribuye el hecho de que el sistema multilateral, centrado en la ONU, resulta ineficaz para prevenir violaciones de las reglas básicas de juego, adolece de falta de legitimidad por el déficit democrático de muchos de sus miembros y carece de medios para responder adecuadamente a las necesidades de gobernanza global, marcadas por desafíos transversales como el cambio climático o las pandemias. El resultado es, por un lado, un sistema institucional heredado de la Segunda Guerra Mundial, con síntomas de quiebra, y, por otro, un incipiente pero inestable orden basado en el clásico equilibrio de poderes en torno a una o dos potencias globales (EEUU y China), varios aspirantes (como la UE), una multitud de potencias regionales y alianzas variopintas.
Sin embargo, la cumbre de Seúl (o la del cambio climático en Copenhague) nos muestra los límites de una pseudogobernanza global basada en equilibrios de poder, con un enfoque reactivo y coyuntural, cuando resulta necesario generar acuerdos sostenibles en cuestiones vitales. El propio G-20
simboliza las dificultades de un orden multipolar. Tras un momento de gloria ante la extraordinaria crisis financiera de 2008, encalla hoy por esa misma lógica de poder y la disparidad de intereses entre sus miembros. Algo parecido sucede en el ámbito de la seguridad. La falta de percepción de una amenaza estructural tras el final de la Guerra Fría lleva a una fragmentación de la seguridad europea. El resultado es la deriva estratégica de la OTAN y el estancamiento de los mecanismos para desarrollar la política de defensa europea que introdujo el Tratado de Lisboa frente a acuerdos bilaterales como los firmados recientemente entre Francia y Reino Unido.
Es necesario reformar instituciones como el FMI o el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, pero objetivos como la paz y la estabilidad exigen algo más que cambios cosméticos para dar cabida a potencias emergentes. El mundo del siglo XXI es demasiado interdependiente y complejo para ser reorganizado exclusivamente en claves de soberanía. Un multilateralismo moderno exige un nuevo marco de cooperación que, además de los ine-
vitables equilibrios de poder, tenga en cuenta la diversidad de los desafíos actuales y la necesidad de reafirmar un modelo normativo sobre una base democrática y de respeto a los derechos humanos.
Los estados europeos, individualmente, tienen mucho que perder en este orden multipolar. Pero la UE, como proyecto pos-soberano, tendría ventajas comparativas si aprovecha de manera creativa los desafíos que plantea la crisis económica. Tony Judt hablaba de la incapacidad de los gobernantes actuales de concebir la política más allá de un estrecho economicismo. Desgraciadamente, este parece ser el criterio de análisis estratégico de las nuevas instituciones de Bruselas. La ambición de Europa no puede ser la mera suma de las ambiciones particulares de sus estados. Es necesario un interés colectivo europeo para moldear el entorno global, avanzando en algunas opciones con verdadero impacto geopolítico, como la integración de Turquía.
En este otoño de cumbres multilaterales –Seúl, Lisboa (OTAN y UE), Astana (OSCE)–, a Europa le interesa que el mundo multipolar sea también multilateral. Para ello se necesita una verdadera visión política sobre la gobernanza global y no sólo juegos de póquer para mantenerse en la foto del día, como vienen haciendo los gobiernos europeos desde que estalló la crisis.
Borja Lasheras es investigador del panel de expertos de la Fundación Alternativas.
Antonio Ortiz es miembro de la misión de la Unión Europea en Ramala.
Ilustración de José Luis Merino.
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