A finales del próximo mes de mayo tendrán lugar las elecciones europeas en veintisiete Estados miembros de la Unión Europea (UE), según las modalidades específicas de cada uno de ellos. Es la yuxtaposición de esas veintisiete representaciones nacionales salidas de las urnas la que constituirá el Parlamento Europeo.
La composición de esta asamblea dará lugar a dos lecturas distintas: la primera, nacional, será la medida, país por país, de las relaciones de fuerzas políticas del momento; la segunda, europea, determinará el perímetro de las coaliciones entre grupos parlamentarios establecido al día siguiente del escrutinio, especialmente para la elección de los presidentes del Parlamento y de la Comisión. Estas dos instituciones, a las que hay que sumar el Banco Central Europeo (BCE) y el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), encarnan la dimensión federal de la construcción comunitaria, estando representada la dimensión intergubernamental por el Consejo.
El principal problema que plantea esta arquitectura es la extrema debilidad de su base popular, que contrasta con la amplitud de los poderes de sus componentes. Es cierto, por naturaleza, en el caso del BCE y del TJUE, respaldados por su independencia estatutaria. Sucede lo mismo, ciertamente en menor grado, en el caso de la Comisión Europea, cuyos miembros también son nombrados por los Gobiernos, pero puede ser objeto de una moción de censura por parte de los eurodiputados: algo que nunca se ha producido.
El Parlamento, que sí se elige por sufragio universal, pretende ser el depositario de una soberanía europea que trascendería las fronteras nacionales en el seno de la UE. No obstante, las condiciones de su elección en veintisiete escrutinios diferentes, el creciente número de abstencionistas y, sobre todo, la ausencia de derecho de iniciativa legislativa –monopolizado por la Comisión– hacen que esta ambición sea totalmente irreal. En lugar de hacer como si existiera un verdadero espacio público europeo común del cual se sentirían partícipes los ciudadanos del Viejo Continente, hay que construirlo coordinándolo con los espacios públicos nacionales. Se trata de un objetivo que no prejuzga en absoluto las instituciones ni el contenido de las políticas europeas. Podrían apropiárselo tanto los europeístas más convencidos como los partidarios de la salida de la UE y del euro. En efecto, a todos les interesa que Europa, con independencia de su configuración global –la UE es solo una de sus posibilidades–, sea una zona de paz y de buena vecindad.
A este respecto, hay que restaurar, en todos los ámbitos, las relaciones bilaterales que permiten intercambios bastante más fructíferos que aquellos que se pueden tener en reuniones en las que participan ciudadanos de 10 o 12 países. Incluso aunque pueda parecer paradójico, no hay nada más europeo que un debate entre letones e italianos o entre irlandeses y griegos. En una UE con 27 miembros, existen 702 combinaciones de diálogos bilaterales. Son muchos ladrillos potenciales para edificar una "casa común" de geometría variable y, por ello, mucho más sólida y duradera que unas instituciones rígidas cuya principal función es hacer del culto al mercado la religión de Estado de la UE. Si hay culto, debe ser a la diversidad y, en particular, a la diversidad cultural en el sentido amplio del término. Al imaginar –porque se trata de pura imaginación– que Jean Monnet hubiera declarado realmente que "si la construcción europea tuviera que rehacerse, comenzaría por la cultura", habría enunciado entonces lo que debería ser una evidencia: la cultura es la base de cualquier proyecto político europeo.
© Le Monde diplomatique en español
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