La Constitución Española de 1978, que es la norma de la que nuestra sociedad se dotó en los años setenta para fijar los principios jurídicos y morales con los que ordenar la vida pública, recoge en su artículo 23 el derecho de sufragio, es decir, el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o a través de sus representantes libremente elegidos en elecciones periódicas. Un derecho que recoge la propia Constitución Europea, a través de su artículo 1.2., donde se expresa que la democracia política se fundamenta justamente en la participación de los ciudadanos en la vida pública.
Pero el sufragio universal es un derecho moderno, como también lo es el sistema político democrático. Es fruto de las permanentes luchas, reivindicaciones y esfuerzos, por parte de la mayoría social, para participar de las decisiones de sus gobernantes. A España llegó motivada por las revoluciones y reivindicaciones que se daban en otros lugares de Europa y el norte de América, y que criticaban el tradicional e injusto sistema de votación que imperaba en regímenes políticos del momento; pues hasta los siglos XVIII y XIX, sólo tenían derecho al voto una minoría opulenta y claramente diferenciada de las masas populares en términos educativos, sociales y económicos.
Cierto es que a lo largo de estos 40 años de experiencia democrática en España su salud se ha resentido. Algo que se constata tanto en la participación electoral, cuanto en la confianza social hacia la clase política y las instituciones de representación. Así, mientras que en las elecciones generales de 2016 hubo una participación del 69,84%, en las de 1982 participó el 79,97% del Censo. Y, según datos de Metroscopia de 2016, ocho de cada diez españoles desaprueban a la clase política y a los partidos, y otros siete de cada diez no confían en los parlamentos y las instituciones políticas en general.
Pero la confianza social en la clase política, los partidos y las instituciones de representación tiene que ver con un problema de desencanto, en parte motivada por el alejamiento de los políticos hacia los electores y los numerosos escándalos de corrupción y clientelismo, y en parte debido a las escasas muestras de capacidad negociadora, brillantez en las ideas políticas y solución a los grandes problemas. Nada que no pueda resolverse con cambios en el sistema electoral y la ley de partidos, con medidas de transparencia, mejora de la democracia interna y como otras innovaciones democráticas.
Sin embargo, esta circunstancia no debiera hacernos perder de vista que el derecho a votar es concebido socialmente como un derecho irrenunciable, por considerar que participar en la elección de nuestros representantes es la mejor manera de expresar la voluntad real de los electores. Tal es así que en algunos países, como Australia, votar no sólo es un derecho, sino también una obligación, recogido en su Constitución y su Ley Electoral desde 1912, lo que supone que cerca del 100% de su Censo participa en las elecciones. Entre sus argumentos, se arguye que votar "es un deber cívico comparable a otros deberes como el pago de impuestos o la educación". Además, con ello se pretende que los candidatos no concentren su esfuerzo en movilizar a los electores, sino en exponer y defender sus ideas y programas políticos durante la campaña.
A este respecto, no hemos de perder de vista que no todos los programas políticos son iguales, pese a que a menudo exista esta idea en parte del imaginario simbólico. Más aún en una coyuntura como la que vive buena parte de Europa, en la que la realidad política muestra una polarización ideológica importante. Por un lado, existen partidos que defienden la restauración de valores, ideas y prácticas del pasado, siendo especialmente relevantes en los partidos de ultraderecha (que aspiran a la liquidación de los grandes consensos sociales, como las legislaciones y los convenios laborales, incrementar la liberalización de los mercados, desmantelar los servicios públicos, privatizar las pensiones y derogar algunas de las leyes básicas en materia de derechos humanos, como las de memoria democrática, igualdad de género e inmigración), y que en cierto grado y forma comparten otros partidos de la derecha conservadora tradicional y moderna.
Y, por otro lado, hay sectores sociales y políticos, representados por partidos progresistas, que defienden los avances y consensos sociales logrados en democracia (como la legislación laboral, la organización territorial de nuestro país, los logros en materia de derechos humanos, la defensa de los servicios públicos y el control de los mercados), a los que se suman otros sectores progresistas de nuestra sociedad que reclaman intensificar y reforzar las normas relacionadas con el blindaje de los servicios públicos, las políticas sociales y las pensiones, la igualdad de género, la transición hacia un modelo productivo sostenible o la lucha contra el cambio climático, y que en ese sentido aspiran a introducir cambios de progreso social de mayor calado.
Por lo tanto, desde toda esta retrospectiva histórica y argumentación política y social, puede afirmarse de forma tajante, sí: ¡si no votas, no formas parte de la democracia!, ni en la elección de tus representantes, ni en la elección de las políticas y, por tanto, no formas parte de la elección de tu futuro.
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