ISHBEL MATHESON
Un nuevo y aterrador panorama está surgiendo en los campos de la muerte en Kenia. Según informes, la violencia postelectoral que estalló tras la cuestionable victoria del Presidente Kibaki no es tan espontánea como aparentó
ser en un principio.
Las investigaciones iniciales están revelando un panorama más siniestro de violencia étnica premeditada que, en algunos casos, ha alcanzado niveles extendidos y extremos de crueldad.
Human Rights Watch ha establecido que en la ciudad de Eldoret en el valle del Rift, uno de los puntos más álgidos, el partido opositor Movimiento Democrático Naranja (ODM) y sus líderes locales pertenecientes al grupo étnico kalenjin "planificaron, organizaron y facilitaron" brutales ataques en contra de las comunidades rivales kisii y kikuyu. A cambio, dos diputados del ODM fueron asesinados esta semana.
Durante el fin de semana, las milicias Kikuyu desencadenaron ataques de venganza abrumadores en los alrededores del pueblo de Naivasha, montando controles de carretera y deteniendo a toda aquella persona de la que sospechaban que es miembro de las tribus de la oposición, con un saldo
de 100 muertos.
También han surgido informes que apuntan a que, en otras áreas, políticos tanto del Gobierno como de la oposición están exacerbando las tensiones tribales; así como informes sobre la violación masiva de mujeres, en donde las víctimas son seleccionadas por su etnia; y sobre discursos de odio en las radios locales que incluyen espeluznantes exhortaciones a "arrancar
la mala hierba".
Algunos de estos incidentes, incluido el ataque a una iglesia que albergaba a desplazados, tienen ecos ominosos de Ruanda, Bosnia y Darfur. Evidentemente, la crisis de Kenia todavía no ha alcanzado tal magnitud; sin embargo, no hay margen para la complacencia.
La misión de Naciones Unidas, encabezada por el secretario general Ban Ki-Moon, que se había desplazado a última hora a Nairobi, y su antecesor, Kofi Annan, logró ayer arrancar un acuerdo entre Gobierno y oposición para poner fin a la violencia y las luchas tribales.
Sin embargo, un acuerdo político sobre quién gobierna Kenia y quién ocupa los puestos ministeriales no es suficiente para combatir esta profunda crisis.
En las últimas semanas, la fachada de estabilidad y prosperidad de Kenia ha quedado brutalmente desmantelada, y han salido a la luz las alarmantes consecuencias de décadas de manipulación étnica por parte de una élite despiadada y egoísta.
Aún así, con el país al borde de una catástrofe, los líderes políticos parecen querer poner su ambición personal por delante de la salvación nacional. Mientras que los wananchi (palabra swahili para la gente común) se matan brutalmente, los políticos negocian en Nairobi a paso de tortuga.
La estructura multiétnica de Kenia no es intrínsecamente violenta. El peligro surge cuando las diferencias políticas se convierten en conflictos tribales. Los líderes kenianos han utilizado descaradamente esta estrategia en repetidas ocasiones, utilizando lealtades étnicas para lograr sus aspiraciones de poder político. Esta vez la situación ha ido demasiado lejos.
Ahora, Kenia está peligrosamente polarizada, y grandes áreas del país están hoy más homogeneizadas y ocupadas por determinados grupos étnicos de lo que lo estaban hace un mes. Incluso si la violencia disminuye, ¿volverán los comerciantes kikuyu a sus propiedades que han sido saqueadas en el oeste? Es poco probable.
En un estudio realizado en 2007, Minority Rights Group planteó las 10 medidas más importantes para evitar la
reaparición de un conflicto étnico. Algunas de ellas son apremiantes, como la prohibición de los discursos de odio y el procesamiento judicial de quienes los pronuncian; otras son a largo plazo, como crear un sistema político basado en la igualdad.
Sin embargo, el historial de Kenia al respecto no es bueno. Tras varios episodios previos de sangrías, los sucesivos gobiernos han disimulado las grietas haciendo promesas que han sido incumplidas, sin tratar las causas subyacentes de la podredumbre.
Aquí, la comunidad internacional, y especialmente la ONU, tiene un papel fundamental que desempeñar. La ONU predica acerca de la intervención temprana para evitar que una crisis se salga de control. Es hora de actuar.
La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Louise Arbour, ya ha exigido que se realice una investigación exhaustiva sobre los acontecimientos en Kenia. Una medida esencial y a la que hay que dar la bienvenida, pero que no es suficiente.
El historial de Kenia en lo que respecta a procesar a aquellos implicados en delitos graves es realmente atroz. El mecenazgo político frustra los fines de la justicia, y cuanto más poderoso es un individuo, menores son las posibilidades de que se le condene.
Sin embargo, la semana pasada los mismos líderes políticos abrieron la puerta a una alternativa. Tanto los partidarios del Presidente Kibaki como los de Raila Odinga intensificaron la retórica política al amenazar con involucrar al Tribunal Criminal Internacional en La Haya.
El cometido del Tribunal es investigar y procesar los crímenes de guerra, los crímenes en contra de la humanidad y los delitos de genocidio. Dados los informes de actos de violencia perpetrados por todas las partes involucradas, la legitimidad de las intenciones de los políticos de involucrar al Tribunal Criminal Internacional es cuestionable.
Sin embargo, la Unión Europea y otras naciones donantes que, al mismo tiempo que financian el desarrollo, financian a la clase política de Kenia, deberían tomar ventaja de esta apertura e insistir en ello.
Identificar y llevar a juicio a los responsables de la violencia de los últimos meses, especialmente a los cabecillas, sentaría un importante precedente en materia de responsabilidad y sería un paso fundamental en la ruta de Kenia hacia una recuperación que perdure en el tiempo.
Ishbel Matheson es ex corresponsal de la BBC en África y miembro de Minority Rights Group.
Ilustración de Iván Solbes
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