En los últimos días se ha despertado un cierto debate sobre la posibilidad de excluir a Vox de la Mesa del Congreso de los Diputados, el órgano de Gobierno de la cámara. La izquierda en general ha acogido bien la idea de practicar un "cordón sanitario" a la formación de extrema derecha.
El día que fui a recoger mi acta de diputado la prensa me preguntó y contesté que no me apenaría si Vox se quedase fuera de la Mesa, y que en todo caso dependería de lo que quisiese hacer el PP con el partido que sostiene sus gobiernos en Madrid, Murcia y Andalucía. Pocas horas antes, en el Día Contra la Violencia Machista, Javier Ortega Smith había protagonizado un repugnante incidente en el Ayuntamiento de Madrid tras volver a cuestionar la necesidad de políticas de combate contra la violencia machista, y mis palabras expresaron una convicción que compartimos millones de demócratas en España: ninguno lamentaríamos la ausencia de la formación reaccionaria.
Sin embargo, tras pensarlo políticamente con más reposo, tengo dos dudas que quiero compartir, no tanto por este episodio en sí como por lo que revelan del momento político español y algunas de las tareas que tenemos por delante quienes trabajamos por el cambio social.
En primer lugar, las dudas de carácter normativo: no estoy seguro de que sea positivo que la presencia de las formaciones políticas en los órganos representativos esté guiada por algún consenso moral sobre su ideología (que siempre se pueden aplicar en sentido contrario), en lugar de por su peso social y electoral. En ese sentido, el problema es que Vox haya obtenido el voto de cientos de miles de españoles. Los escaños que ocupa son el resultado de ese voto. Y es el voto, su conexión con sectores de la sociedad civil española, lo que hay que combatir. Son sus ideas las que deben ser derrotadas.
Y eso conecta con la segunda duda, de carácter estratégico y mucho más importante: ¿Sus ideas serán más fácilmente derrotadas si a los diputados de Vox se les practican "cordones sanitarios"? Creo honestamente que no. En primer lugar, porque esa táctica no ha funcionado en ningún país de nuestro entorno (el ejemplo de Le Pen en Francia es el más evidente), donde al contrario han hecho crecer a las formaciones reaccionarias. En segundo lugar, porque los representantes de la ultraderecha están muy cómodos si se les regala el papel de "formación antiestablishment" frente a la cual todos los otros partidos se coaligan. Las fuerzas progresistas se sitúan así a la defensiva y pierden la iniciativa, mientras que los reaccionarios se pueden presentar como outsiders separados de la política convencional por alguna suerte de diferencia radical que los hace diferentes. Vox ansía ocupar este lugar, que por tanto no debería regalársele. No se trata de rivalizar por quién detenta la mayor indignación moral frente a los reaccionarios, sino de entender cómo se logra que políticamente dejen de marcar la agenda, cómo se siega la hierba bajo sus pies.
La pujanza electoral de la extrema derecha en España no significa que más de 3 millones de compatriotas se hayan hecho de ultraderecha, como la de Podemos en su momento no significó que 5 millones se hiciesen comunistas en el 2015. Vox es el movimiento de regreso del péndulo de lo que fue una iniciativa nacional-popular de signo progresista, hoy articulada en un sentido reaccionario, antiigualitario y machista. Las necesidades de cambio, sentido de pertenencia, protección y comunidad siguen marcando parte de los alineamientos políticos, pero pueden recibir expresiones ideológicas distintas e incluso antagónicas. El terreno de combate sigue siendo el sentido común de época, contradictorio y ambivalente, en el que conviven elementos potencialmente reaccionarios con consensos de mucho recorrido democrático e igualitarista. Y atravesando todas las ansiedades y expectativas: la posibilidad de reconstruir una sociedad rasgada, cada vez más desigual y que mira al futuro sin certezas, sin plan.
Sin embargo, Vox no es una fuerza política que combata la ruptura de la comunidad y la fractura de la vida cotidiana de los españoles, por la sencilla razón de que hacer eso implica enfrentar la desigualdad, la precariedad y los privilegios de unos pocos. En España hablar de reconstruir el contrato social es hablar de justicia social y equilibrar la balanza, rota por las políticas neoliberales de tierra quemada y dislocación social.
Para cambiar esta situación es necesario apostar por un Estado responsable y emprendedor, que movilice un ambicioso programa de industrialización verde, que blinde los derechos sociales y que restablezca el derecho laboral a los centros de trabajo, que proteja la renta de los hogares para cuidar el mercado interno y un desarrollo económico social y ecológicamente sostenible. Por el contrario, Vox comparte las recetas económicas de la FAES y del PP, las de la ley del más fuerte, el sálvese quien pueda y la puesta del país y las administraciones públicas al servicio del enriquecimiento de una pequeña minoría confiando en que después la riqueza gotee hacia abajo. Llevamos décadas comprobando que esta es una política fallida pero el fanatismo neoliberal quiere persistir en el error.
Tampoco es Vox una fuerza política de regeneración u opuesta al sistema de partidos, por cuanto se ha demostrado la fuerza auxiliar que ayuda al Partido Popular a mantener el poder, en particular allí donde se ha visto sumido en mayores problemas de corrupción, como en Madrid, en Murcia o en la Comunidad Valenciana si hubiese podido.
Los mayores éxitos de Vox han sido por un lado arrastrar al PP y a Ciudadanos a sus posiciones, desgarrando por el camino al partido naranja y radicalizando al conjunto del bloque en un sentido reaccionario. Y por el otro lado haber colocado a las fuerzas progresistas a la defensiva, devolviéndolas al eje izquierda-derecha que es esencialmente el eje de la estabilidad del orden existente y cambiando una política antioligárquica por una política "antiderechista" o "antifascista". Esta disposición del campo político español puede arrojar un fenómeno aparentemente contradictorio como tener a las fuerzas "de izquierdas" en un gobierno a la defensiva y a las "de derechas" en la oposición, pero a la ofensiva cultural e ideológicamente hablando. En un cierto sentido parece como si el debate político, sus términos y su clima hubiese regresado 20 años atrás. El último CIS mostraba que más del 54% de los españoles votó en las pasadas elecciones generales para evitar que ganasen las derechas o las izquierdas. Esto sólo puede ser nocivo para las posibilidades de cambio en España: disgrega y bloquea las posibilidades de articular una amplia mayoría popular en favor del equilibrio social y ecológico. El cambio de un escenario político marcado por el "abajo/arriba" a uno marcado por el "izquierda/ derecha" constituye en sí mismo una derrota: fragmenta a los damnificados por el neoliberalismo y sus políticas de saqueo, disloca la posible construcción de un pueblo.
Es urgente por tanto pensar las razones de lo que antes denominaba el regreso del péndulo, las condiciones en las que el ciclo político anterior se cerró y las posibilidades de volver a trabajar por una voluntad general regeneradora que no sea meramente de parte ("las izquierdas") ni le regale la idea de España a los representantes de los privilegiados. Si se constituye un gobierno de izquierdas hay que luchar por defenderlo al mismo tiempo que plantar las condiciones para salir de las posiciones resistencialistas o de impasse. Las dos tareas más importantes del momento son, por tanto: que retomar el trabajo de construcción cultural y comunitario, que en otras ocasiones hemos llamado "carril largo"; y al mismo tiempo pensar las políticas públicas que abran un ciclo virtuoso de recuperación y consolidación de derechos y que permitan reconstruir el lazo social en la vida cotidiana. Identidad y lazo social. O las construye un proyecto democrático o las construye, en la guerra del penúltimo contra el último, la reacción. Esa es la tarea del momento.
Comentarios
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