Dominio público

¿De qué hablamos cuando hablamos de integración?

Cristina Sánchez-Carretero

CRISTINA SÁNCHEZ-CARRETERO

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Los debates sociales que han surgido en estos días sobre el llamado "contrato de integración" de los inmigrantes traen a un primer plano cuestiones esenciales que es necesario vincular con los modelos de gestionar la diferencia en el marco de los procesos migratorios. España se enfrenta al reto de construir modelos de convivencia basados en la igualdad y la propuesta de este contrato rompe las bases teóricas de una gestión democrática de la diversidad.

En lo que se viene llamando la integración de los inmigrantes hay varios procesos que no se cuestionan porque "son así" y que suponen un grave riesgo a la hora de apoyar sobre ellos modelos políticos que pueden tener importantes consecuencias en la sociedad. La primera idea sobre la que me gustaría incidir es que los discursos que se elaboran sobre la integración, como han demostrado las investigaciones de la socióloga Sandra Gil, dicen más sobre los políticos, los países de recepción, sus miedos y forma de relacionarse con los otros que sobre las poblaciones integrables. Si en vez de aplicar estos discursos sobre la integración al colectivo de los inmigrantes, lo dirigiéramos a otro grupo de personas igualmente diversas como, por ejemplo, las mujeres, y habláramos de la integración de las mujeres en general, inmediatamente sonaría una luz de alarma en nuestra forma de concebir la sociedad, porque, primero, no dejaríamos que se hablara de la integración en general, sino de los ámbitos en los que hay desigualdades y que, por lo tanto, necesitan de acciones específicas para llegar a la igualdad: la integración de la mujer en la vida política, en el mercado laboral, etc.; y, segundo, resultaría chocante hablar de todas las mujeres en general. El uso del término integración en esta propuesta refleja más el miedo a una posible falta de cohesión dentro de un modelo de construcción nacional que a la propia realidad social. Actualmente, las investigaciones en temas de integración están proponiendo un giro en los modelos para pasar de hablar de integración a hablar de igualdad y ciudadanía. Así, el Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración 2007-2010 se ha desarrollado en el triple eje de igualdad, ciudadanía e interculturalidad, en el que garantizar la igualdad es el primer objetivo.

Los otros dos procesos de naturalización tienen que ver con catalogar a los inmigrantes como culturalmente diferentes. En el primer caso, se produce una homogeneización de la categoría inmigrante, indiferenciada y enfrentada por oposición a otra categoría que llamamos sociedad española donde, aparentemente, según esta propuesta, tenemos unas costumbres que sería posible catalogar y sobre las que se podría incluso llegar a firmar un contrato. En el segundo de estos procesos se naturaliza la idea de la división de los inmigrantes en integrables y no integrables por motivos culturales. La investigación antropológica ha dejado claro que todas las sociedades que conocemos son culturalmente diversas, si entendemos la diversidad cultural como la coexistencia de individuos y grupos en un mismo territorio –o unidad política– que son caracterizados o se caracterizan a sí mismos en cuanto a determinados marcadores identitarios (lengua, religión, procedencia...). En todos los casos, el problema de base es que la dificultad de la gestión democrática de las manifestaciones del pluralismo se enmascara detrás de conceptos como cultura o identidad. Cuando la diferencia cultural se utiliza como argumento para explicar la causa de un determinado conflicto, la explicación cultural suele enmascarar, por una parte, discriminaciones jurídicas y políticas y, por otra, desigualdades en el acceso a estructuras de poder y riqueza. La consecuencia de esta instrumentalización de la diferencia cultural es que la discusión sobre los ámbitos concretos de desigualdad se transforma en una discusión culturalizada: "Como son de otra cultura, otra religión, otra forma de vida, no se integran". En el caso de la propuesta de Mariano Rajoy, el "contrato" para cumplir normas de comportamiento además de las leyes lleva implícitas graves desigualdades relativas a la clase social (a nadie se le hubiera ocurrido obligar a Beckham y señora, por poner un ejemplo de inmigrantes económicos de clase social alta, a respetar "nuestras costumbres").

Partimos de una posición privilegiada que nos permite aprender de modelos que en otros países llevan décadas aplicándose. Por eso, es esencial apoyar las propuestas políticas en investigaciones sólidas sobre ciudadanía y modelos de convivencia. Desde luego, sería temerario proponer como modelo el "contrato de integración" tan alejado de formas de gestión de la pluralidad que partan de la igualdad de todos los ciudadanos. Esta propuesta, que carece de una base teórica sostenible, muestra el intento del Partido Popular de legislar las costumbres y creencias. Hace mucho tiempo que se han superado los modelos teóricos que proponían la definición de las tradiciones de un grupo para acreditar legalmente la pertenencia o no a esa comunidad, que es la base, por ejemplo, de los institutos de Volkskunde en la Alemania nazi. En España, ya existen leyes que deben ser aplicadas con igualdad a todos los ciudadanos. El "contrato de integración" habla más de los miedos que produce la diferencia cultural que de un proyecto de construcción de una sociedad más justa.

Cristina Sánchez-Carretero es antropóloga del CSIC. Experta en revitalización de tradiciones en situaciones migratorias 

Ilustración de Enric Jardí

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