La emergencia sanitaria que ha supuesto la expansión del coronavirus aparece inevitablemente ligada a un enorme impacto económico y social. Aunque todas las estimaciones son aún meras hipótesis, se habla ya de una caída trimestral del PIB del 12% y de una pérdida de unos 100.000 empleos diarios. Sea como fuere, no hay duda de que es y será una caída de producción, empleo y bienestar colectivo enorme. Tras algunas dudas y retrasos, los gobiernos nacionales y las instituciones europeas están anunciando y aplicando medidas económicas a la altura del problema. El gobierno español ha puesto en marcha un paquete de actuaciones para intentar evitar los despidos, aplazar pagos y facilitar el crédito a las empresas que puede llegar hasta 200.000 millones de euros. El Banco Central Europeo ha aprobado una inyección de liquidez de 750.000 millones de euros para la compra de activos públicos y privados, frenando las tensiones en la prima de riesgo de los países. Y la Comisión ha puesto en cuarentena –por fin- los criterios de estabilidad, posibilitando la expansión del gasto. Son medidas adecuadas, que deberán ser complementadas próximamente.
En España, la gravedad de la crisis económica podría acentuarse más si cabe si atendemos a las condiciones de partida de nuestro país, donde la precariedad en el mercado laboral se ha convertido en norma: actualmente existen hasta 4,4 millones de trabajadores temporales, la mayoria con contratos de corta duración y muchos en fraude (falsos temporales) y, por tanto, sujetos a la posibilidad de una rescisión fácil y barata como herramienta de ajuste ante el parón económico y la recesión que ya se divisa. Y tampoco el despido de los trabajadores teóricamente "indefinidos" es difícil: durante la pasada crisis de 2008 a 2013 hubo 4,5 millones de despidos de este tipo.
Ante esta situación de emergencia, que amenaza con colapsar el metabolismo económico y social de arriba a abajo, es preciso adoptar medidas ambiciosas, y también repartir los esfuerzos adecuadamente, concediendo ayudas de manera extensa, pero también exigiendo aportaciones extraordinarias a quienes puedan realizarlas. Y, para ello, conviene echar la vista atrás para aprender de los errores del pasado y acertar con medidas que garanticen un reparto justo de los costes.
En la pasada crisis de 2008 también asistimos a una situación de rescate, en este caso financiero. En concreto, se destinaron alrededor de 85.000 millones de euros en ayudas públicas (sumando recapitalizaciones, garantías y aportaciones de liquidez) al sector financiero, de los cuáles el Estado no ha conseguido recuperar ni un 10%. Ello permitió que, al año siguiente del rescate, la banca cerrase sus cuentas con más de 9.000 millones euros de beneficios. Desde entonces, han acumulado beneficios por una cuantía de casi 90.000 millones de euros, unos 13.000 cada año. Ante las nuevas medidas aprobadas por el Estado, la inyección de liquidez y la creación de una línea de avales y garantías públicas que cubre 100.000 millones de euros, la banca se encuentra ante una nueva oportunidad de hacer negocio como canalizador del crédito privado. A raíz de los datos aportados, cabe reflexionar sobre el rol que ocupa el sector financiero en la sociedad, y la necesidad de exigirle algo más cuando las necesidades de la misma lo requieran, como ahora sucede. Porque las ayudas no pueden ir siempre exclusivamente en una dirección. En el caso de Bankia, que fue nacionalizada en el rescate, su contribución debe pasar por convertirse, junto al ICO, en una banca pública subordinada a los intereses de la mayoría, como tienen otros países como Alemania.
Por lo que se refiere a las empresas no financieras, de 2009 a 2013, a pesar de la situación recesiva, distribuyeron dividendos por un total de 259.302 millones de euros, que se elevan a casi 570.000 millones de euros hasta 2018. Los beneficios de estas empresas recuperaron su nivel pre-crisis en 2014, mientras que los salarios no lo hicieron hasta 2018. Paralelamente, la aportación de las empresas a las arcas públicas a través del impuesto de sociedades se ha reducido en un 46% desde 2007. Los grandes grupos empresariales reducen todos los años sus beneficios contables en torno a 50.000 millones de euros por el juego que les permite la consolidación de los resultados de todas las empresas del grupo, provocando que solo paguen el 6,2% de sus beneficios. Algo que las PYMES no pueden hacer, ni por supuesto, tampoco las personas trabajadoras, cuyo tipo medio efectivo pagado en el IRPF es del 17%. Curioso es el caso también de las SOCIMIS, empresas de inversión inmobiliarias creadas en 2009 supuestamente para ‘revitalizar’ el mercado inmobiliario, cuyos beneficios en 2018 ascendieron a los 2.200 millones de euros y, de los cuales la hacienda pública no ingresa nada, pues estas empresas quedan exoneradas del pago de impuesto de sociedades a raíz de la aprobación de la ley que las regula en 2013.
Todos estos datos reflejan cómo las grandes empresas manejan discrecionalmente sus resultados contables para maximizar los dividendos repartidos y minimizar el pago de impuestos, aportando año tras año al erario público menos de lo que les correspondería; y cómo, ante escenarios de colapso económico, tienen a su alcance -a diferencia de los trabajadores y trabajadoras-, distintos mecanismos y herramientas que les permiten amortiguar en gran medida sus consecuencias. Por eso ahora, la mayor facilidad aprobada para aplicar ERTEs -suspensiones temporales del empleo- para paliar el impacto del coronavirus no debe suponer una nueva asimetría en el reparto de los costes de la crisis, de manera que algunos de estos grandes grupos empresariales, que obtienen cada año enormes beneficios, se acojan a estas medidas de manera indiscriminada, reduciendo los ingresos de miles de familias trabajadoras, en lugar de absorber este coste extraordinario con los beneficios acumulados durante la fase expansiva que se ha roto ahora abruptamente.
En conclusión, es el momento de la responsabilidad colectiva, pero sobre todo, de las grandes empresas, que deben mostrar ahora su implicación en una sociedad que es la que les permite ganar miles de millones de euros en las fases de bonanza. Necesitamos repensar nuevos instrumentos que premitan construir una red de seguridad colectiva para todas y todos y, a su vez, garanticen un reparto más justo de las consecuencias de la crisis que se abre en el horizonte. Por eso sería necesario suspender los despidos durante el estado de alerta, como ya han hecho países como Dinamarca o Italia; prohibir la aplicación de ERTEs a empresas que sobrepasen una cifra determinada de beneficios; recuperar el pago del impuesto de sociedades a las SOCIMIS; implantar un sobrecargo fiscal extraordinario para los grandes grupos empresariales y financieros; crear permisos retribuidos para aquellas personas que en estos momentos necesidar cuidar de algunas persona del hogar; la moratoria en el pago del alquiler, que supone más de un 40% de los ingresos de aquellas personas que se encuentran en el quintil inferior de renta; o, por último, la creación de una prestación económica específica para aquellas empleadas del hogar que puedan quedar desprovistas de cualquier ingreso económico en caso de quedarse desempleadas.
Hay que evitar que haya empresas que aprovechen la crisis para incrementar sus beneficios a costa del malestar social, que las ayudas vayan a empresas con capacidad suficiente para absorber el shock y que algunas grandes sociedades privadas sacaran rendimiento de esta crisis por su posición privilegiada en el sistema (como la banca). Porque no es momento de dejar a nadie atrás; porque debemos tratar de crear certezas para aquellas personas a las que se les abre un mundo de incertidumbres; porque las medidas que se tomen en adelante, aún siendo difíciles, deben garantizar una vida digna para la mayoría; porque, como decía el profesor Sampedro parafraseando a Becker, economía eres tú, economía somos todos y todas.
Comentarios
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