Si una palabra hay que se presta a tergiversaciones, esa es "Europa". Este término viene utilizándose en dos categorías principales de relatos. En la primera, al igual que para otras regiones del mundo, remite a la historia y a la cultura de los países que conforman un mismo espacio físico, o sea, la Europa de la asignatura de geografía. En la segunda categoría, se trata de la producción incansable de textos legislativos por una entidad jurídica, la Unión Europea (UE), que Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea de 1985 a 1995, calificó en su tiempo de "objeto político no identificado".
Esta dualidad se refleja en la representación institucional del "objeto" en cuestión. Por un lado, el Consejo de Europa (CE) creado en 1949, y que en la actualidad reúne 47 Estados; por otro lado, la Unión Europea, cuyos 27 miembros son también miembros del CE. Entre los 20 Estados miembros del Consejo de Europa, pero no de la UE, están Rusia y Turquía. Con medios modestos, el CE interviene principalmente en el ámbito de la educación, de la cultura, del medio ambiente y de los derechos humanos (fundó en 1959 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos). La UE, por su parte, dispone de presupuestos considerables para llevar a cabo sus políticas utilizando como herramienta la "competencia libre y no distorsionada".
Aunque las dos instituciones difieren por naturaleza, muchos medios de comunicación y gobernantes ceden a la facilidad de reducir Europa a la UE. Al hacerlo, cercenan cualquier debate de fondo sobre cómo promover alguna forma de unidad del Viejo Continente, necesidad que nadie discute, aunque sólo sea para preservar el multilateralismo a escala mundial.
Cualquier progreso en esta área descansa sobre la construcción de un espacio público europeo. Aquí también, hay dos enfoques posibles. El que prevalece desde hace décadas es una integración de arriba hacia abajo que, a través de las instituciones europeas no sujetas a control democrático (Comisión, Tribunal de Justicia de la UE, Banco Central Europeo, Eurogrupo) despoja a los Estados de sus prerrogativas, si bien con su consentimiento, y "fabrica" consumidores y clientes, que no ciudadanos.
Un indicador simbólico de este enfoque es la creciente importancia del inglés, convertido en idioma hegemónico de facto, si no de iure, del aparato comunitario, en un momento en que el Reino Unido está a punto de abandonar la UE. No es basándose en relaciones de fuerza e imposiciones jerárquicas como se puede construir un espacio público. Entonces, ¿qué métodos seguir para poner los cimientos de una integración desde abajo? La respuesta a esta pregunta podrá sorprender: paradójicamente, hay que multiplicar y fortalecer las relaciones bilaterales entre sociedades.
Tomemos un ejemplo. Nos gusta llamar reuniones "europeas" aquellas en que participan, efectivamente, ponentes de diferentes países europeos. Cuanto más numerosos son, menos tiempo tienen para conocerse e intercambiar ideas. En cambio, una reunión entre ponentes de sólo dos países permite diálogos de mayor calado, que son los que pueden dar continuidad y recorrido a esta relación. Para estos diálogos, sólo será necesario movilizar a un traductor de cada idioma.
Se objetará que, con 27 Estados miembros de la UE, son posibles 702 combinaciones bilaterales. Sin embargo, en muchos casos sólo se trataría de reorientar actividades ya planificadas, especialmente en el ámbito de los acuerdos de hermanamiento, cuyo contenido podría enriquecerse sobremanera. En resumen, consistiría en mostrar que un encuentro entre, por ejemplo, finlandeses y portugueses es una iniciativa 100% europea...
La palabra "Europa" se ha convertido en un cajón de sastre.
© Le Monde diplomatique en español http://www.monde-diplomatique.es
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