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València facha

Miquel Ramos

València facha
Agresión fascista en el 9-O de 2017./EFE

Nos habíamos acostumbrado ya a esa mirada condescendiente y a escuchar en boca de otros lo mal que estábamos y lo fachas que éramos. No culpo a quienes nos veían así. Veinte años de gobierno del PP en la Generalitat. Veinticuatro años de Rita Barberá en la alcaldía de València. Las ciudades y las diputaciones de Castelló y Alacant tomadas también por la derecha durante dos décadas. Y una izquierda prácticamente extraparlamentaria durante todos esos años, que sobrevivía gracias al empeño de sus militantes y de los movimientos sociales que seguían picando piedra. Aunque siempre nos negamos a reconocer que nos resultaba difícil lidiar con nuestros fantasmas y nuestros caciques, sabíamos que por debajo rugía la lava y que cualquier día saldría a la superficie.

La Transición fue demasiado larga para todos, y cada uno la vivió en un contexto diferente según el territorio donde se encontraba y las características de este. En el País Valenciano, una de las características de este largo proceso fue la violencia de la extrema derecha, para la que, a pesar de los años y de la supuesta consolidación democrática, continuó como una gota malaya castigando a los que no se sometían a la identidad prefabricada desde Madrid que nos impuso el nombre de ‘Comunidad’ (como si fuésemos un bloque de edificios) para negarnos la categoría de País, y mantuvo vivo el conflicto identitario que, como quedó demostrado en las propias memorias de la derecha y de los artífices de la Transición, había sido confeccionado desde las mismas cloacas del Estado.

En pocas palabras, según el relato de la derecha, existe una identidad valenciana única, reducida a lo folclórico, sometida al marco español, alejada del resto de territorios con los que compartimos lengua (Catalunya e Illes Balears), y bajo constante amenaza de un supuesto complot imperialista catalán. Según este relato, cualquiera que admita que compartimos lengua, o que llame ‘País’ al territorio valenciano, pasa a ser un agente del catalanismo pagado desde Barcelona para diluir la identidad valenciana y someterse a los designios de los independentistas. Aquí entran desde todas las universidades (que han sido también víctimas de los ataques ultraderechistas), escritores (atentados con explosivos contra Joan Fuster o Sanchís-Guarner), librerías (Tres i Quatre tiene el récord de ataques fascistas en Europa tras la II Guerra Mundial), profesores (se han repartido panfletos con los datos de más de uno acusados de ser ‘catalanistas’ y los neonazis han atacado los encuentros de escuelas en valenciano) y así, hasta el infinito. Incluso el PP sería objeto de esta acusación por parte de los más fanáticos identitarios cuando firmó la supuesta pax lingüística con la creación de la Academia Valenciana de la Llengua (AVL), que no tuvo más remedio que admitir la unidad de la lengua y aceptar la normativa oficial del valenciano.

A la derecha le ha resultado más que rentable este conflicto que ellos mismos fabricaron. Tanto, que cada vez que tienen ocasión, agitan el fantasma del catalanismo para movilizar a sus acólitos y señalar como traidora a la izquierda. Además, los medios regalaron hace años la palabra ‘valencianismo’ a la identidad valenciana que defiende la derecha, a pesar de legislar constantemente contra la normalización de la lengua y censurar cualquier expresión cultural que se aleje de la caricatura folclórica de este pueblo. Pero tanta arrogancia los llevó a cometer demasiados errores, y mientras se empeñaban en atizar el conflicto, la sociedad que, de verdad estimaba su lengua, su huerta, sus barrios, que no creía en ese país de pandereta de grandes eventos y obras faraónicas que caracterizó el mandato del PP, trabajaba desde abajo. Perseverante y a pesar de todo. Por eso, el ‘qué hostia’ que entonó Rita Barberá en mayo de 2015 cuando perdió las elecciones, mostró que existía otro país. Y que, por fin, la sociedad lo reconoció con sus votos. Y por supuesto, que el saqueo al que había sido sometido este país merecía un castigo.

El 9 de Octubre es la fecha en la que más se visibiliza cada año el conflicto que algunos se empeñan en eternizar. En 2017, una semana después del referéndum en Catalunya, la ultraderecha hizo pagar a la izquierda la osadía de las urnas en el territorio vecino, convocando una cacería contra los manifestantes que cada año desfilan por la tarde del Día del País Valencià, y que aquel día estaba dedicada a la defensa del valenciano. Las imágenes de las brutales agresiones dieron la vuelta al mundo, así como la indignación por la falta de efectivos de policía y su actitud durante los hechos. Por estas agresiones hay 28 ultraderechistas a la espera de juicio, tras una larga instrucción y una laboriosa labor de documentación por parte de las acusaciones. La televisión autonómica valenciana emitió la pasada semana un magnífico documental donde se explicaban los hechos, y que se puede ver en su web.

Desde entonces, la fecha se ha reconvertido en una protesta antifascista. No es de extrañar, pues existe un hartazgo generalizado en la izquierda valenciana ante la constante impunidad de la ultraderecha, que milagrosamente ha salido siempre indemne de las pocas veces que han llegado a juicio sus fechorías. Desde la absolución a los neonazis de la Operación Panzer en 2014, hasta los habituales desfiles y ataques ultraderechistas que terminan siempre con antifascistas detenidos y acusados de delitos de odio contra los nazis. En 2009, hasta el Delegado del Gobierno del PSOE, Ricardo Peralta, calificó de ‘normalidad democrática’ la larga lista de ataques fascistas que denunciaron partidos y asociaciones que habían sufrido numerosos ataques aquellos años, algunos incluso con explosivos, y ninguno de estos resueltos. Así que es normal que un día se dijese ‘basta’ y se asumiera que el antifascismo era aquello que unía a los demócratas de este país, aunque algunos lo usaran solo cuando les conviene para captar votos azuzando el miedo a que venga la ultraderecha que nunca se fue.

La pasada jornada del 9 d’Octubre volvió a tener el antifascismo como eje central de las protestas, tanto desde la Comissió 9 d’Octubre, formada por partidos y asociaciones progresistas, como desde los movimientos sociales anticapitalistas. Las dos marchas reunieron a miles de personas el pasado sábado en València, ante la impotente mirada de pequeños grupos de ultraderechistas que se apostaban en las inmediaciones agitando banderas de España. Sin embargo, ni siquiera con un supuesto gobierno progresista en España, ni con el Ayuntamiento de València gobernado por Joan Ribó, la izquierda puede estar tranquila en València. Durante la procesión cívica de la mañana, diputados y concejales de Compromís denunciaron que la policía les impidió participar en los actos oficiales esgrimiendo un problema de protocolo, quedando recluidos en una esquina y rodeados de ultraderechistas. Por la tarde, un enorme dispositivo policial identificaba y cacheaba a cualquiera que llevase pintas de izquierdoso. Fui testigo de cómo incluso se fotografiaba el DNI de varias personas, e incluso a mi mismo, cuando advertí a un agente de las amenazas que estaba recibiendo por parte de un energúmeno empeñado en que no grabase sus aullidos.

Todos estos síntomas podrían hacernos pensar que València sigue siendo un bastión de la derecha y un bufé libre para la ultraderecha, pero nada más lejos de la realidad. A pesar de todo, no solo las urnas siguen condenando a la derecha a la oposición, sino que los movimientos sociales y culturales que han sobrevivido a tanta adversidad saben perfectamente reciclar cualquier anécdota (aunque sea fruto de un problema estructural) y transformarla en un nuevo impulso. Así fue tras los ataques de 2017, que convirtieron esta fecha en una demostración de fuerza antifascista desde entonces. Como fue también la Primavera Valenciana, una enorme movilización social tras las cargas policiales contra estudiantes de secundaria en 2012, la constante movilización por la huerta, los sindicatos de barrio que proliferan en toda la ciudad o la cada vez más internacional y prolífica escena cultural valenciana en lengua propia.

València ya no es lo que era. En realidad, nunca lo fue, por mucho que todavía la quieran pintar tan facha como la pintaron siempre. Algunos seguimos insistiendo en que existe un problema estructural, y destacamos cada episodio que así lo demuestra, aunque esto supura también en otros territorios del Estado. Pero olvídense de aquella València tomada por neonazis y saqueada por mangantes. Todavía queda mucho por hacer, sí, pero si algo se ha demostrado este último lustro, es que existe una sociedad diversa y democrática que resiste a pesar de todo, y unos movimientos sociales y culturales que, si han sobrevivido al Dracarys de la derecha tantos años, sobrevivirán a lo que todavía queda por hacer y a todo lo que venga.

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