A principios de 2017 recibí un correo que jamás olvidaré. Nos anunciaba a mí y a mi familia que nos subían el alquiler, de 850 a 1.100 euros. O aceptábamos ese precio, asfixiante para nuestra economía, o a la calle. Aquella amenaza lo ponía todo en jaque. Nuestro proyecto de vida, indisociable de un hogar que nos había costado mucho construir. La posibilidad de inscribir a nuestra primera hija en una escuela del barrio. Y mucho más. Aquel día aprendimos, amargamente, que lo que algunos llaman libertad de pactos consiste a menudo en una extorsión encubierta. He ahí el mecanismo que ha permitido que los alquileres hayan subido hasta un 50% y que se haya desatado una nueva ola de desahucios.
El objetivo de regular el alquiler es lograr lo contrario: que nadie se vea expuesto a ese chantaje, y que los precios bajen para vivir con dignidad. Obviamente no es la única fórmula, pero resulta tan necesaria como el salario mínimo. Por eso ya se hace en muchos países a ambos lados del Atlántico. ¿Servirá la regulación del Gobierno para alcanzar dicho objetivo? Tal y como está planteada, no. La propuesta se basa parcialmente en la ley que regula los alquileres en Barcelona y 60 ciudades más desde septiembre de 2020. Pero es una versión llena de agujeros, como se puede ver al compararlas. Vayamos por partes.
1. Sin efecto hasta 2023. Cuando impulsamos la ley 11/2020 en Catalunya, nos aseguramos de que la regulación fuese automática. De inmediato, el precio del alquiler pasó a estar regulado en 61 ciudades. Un escudo para más de 5 millones de personas. El Gobierno propone otra cosa: que las comunidades autónomas decidan si quieren regular, dónde, y que luego pidan permiso mediante un largo trámite. Puesto que la Ley de Vivienda no verá la luz hasta finales de 2022 y que en 2023 hay elecciones, la legislatura se agotaría antes de tener un impacto real en la vida de la gente. Por si fuera poco, se da un período de gracia adicional de 18 meses a las empresas con diez pisos o más.
2. Deja fuera a la mayoría. ¿Alguien imagina que comunidades como Madrid o Andalucía pudieran prohibir el salario mínimo o la sanidad pública? Es lo que se propone con los alquileres máximos. En la práctica, significa abandonar a zonas enteras en las que viven 22 millones de personas. La vivienda es competencia autonómica, pero también municipal. Si el criterio es "respetar la autonomía local", se debería dejar la decisión en manos de ciudades y pueblos. Por otra parte, el Gobierno ha llevado la Ley 11/2020 al Tribunal Constitucional (ignorando el código civil catalán) bajo el pretexto de que, en materia específica de alquiler, quien decide es el Estado. ¿En qué quedamos?
Y eso no es todo. Si la comunidad pidiese al Estado regular, los municipios lo tendrían muy difícil para obtener el permiso. Primero, habría que demostrar que las familias destinan más del 30% de sus ingresos al alquiler, cuando no existen datos a nivel municipal. Segundo, habría que probar que el precio medio ha crecido más de cinco puntos por encima de la inflación en los últimos cinco años. Con la calculadora en mano y viendo cómo se ha disparado el IPC (debido en parte al precio de la luz), la mayoría de ciudades y pueblos se quedarían sin poder regular. Doble castigo. En la factura de la luz y en la del alquiler.
3. Precios hinchados e inseguridad. La ley catalana impide subidas en los nuevos contratos de 5 y 7 años. La estatal, en cambio, se centra en la posibilidad de acogerse a prórrogas anuales, manteniendo el mismo precio y condiciones. Si vives de alquiler y pides la prorroga de un año, el casero debe aceptarla, y esto se puede hacer un máximo de 3 veces. Es innegable que, a corto plazo, permitiría a las familias protegerse de expulsiones arbitrarias y de extorsiones. Bien. Pero también es una invitación a mantener los precios altos y evitar los contratos estables, año a año. Así ha venido ocurriendo con las prórrogas de 6 meses durante la pandemia. Parece que te dan algo de oxígeno pero también te condenan a una situación incierta y asfixiante.
4. Dificulta las reducciones. La ley vigente en Barcelona y 60 ciudades más obliga a disminuir el precio (si estaba por encima del índice oficial) cuando se firma un nuevo contrato. En el caso estatal, tal obligación se limita a empresas con un mínimo de 10 viviendas. Un sinsentido. Porque cuando estás pagando un alquiler abusivo, poco importa si tu arrendador es un particular con una o 200 viviendas. Lo que necesitas es una bajada urgente. Una ley que proteja a la ciudadanía nunca debería discriminar entre caseros, sino entre quién especula y quién no.
5. Privilegios fiscales de dudosa eficacia. Para tratar de compensar esta incoherencia, el Gobierno aboga por los privilegios fiscales: si tienes una casa y bajas el precio un 5%, pasarías de la actual bonificación del 60% a una del 90%. Es decir, casi no pagarías impuestos. La autoridad fiscal (AIReF) ya ha dicho que este tipo de medida beneficia a las rentas altas y perjudica a las bajas. Y cabe preguntarse qué clase de sociedad estamos creando cuando fiscalizamos a quien vive de su trabajo y genera valor mientras premiamos a quien vive de actividades improductivas. Pero más allá de injusta y perversa, nada indica que esta medida vaya a lograr su fin. Hacienda no está preparada para comprobar que quien declara haber bajado el precio para tener más beneficios fiscales lo ha hecho de verdad. Mercado de alquiler y fraude fiscal son casi sinónimos.
6. Sí permite subir el precio, hasta un 10%. La ley catalana deja aumentar el alquiler si se han realizado obras de mejora, pero solo se puede repercutir un 6% de la inversión que se haya realizado. Eso modera mucho los posibles aumentos y diferencia entre quien hace una mejora real y quien no. En cambio, la estatal plantea que todas las obras de mejora y de rehabilitación permitan aumentos genéricos del 10%.
7. No asegura el cumplimiento de la ley. La regulación catalana tiene normas claras. Todos los anuncios han de informar sobre el tamaño de la vivienda, el índice, y el precio anterior. Además, tienen prohibido añadir gastos artificiales u otras trampas para esquivar los topes. Vulnerar cualquiera de estos preceptos sale muy caro. El infractor paga hasta 90.000 euros y tiene que devolver el dinero ilegalmente cobrado con un 6% de interés. Las personas afectadas pueden denunciarlo fácilmente ante la administración, o mediante las organizaciones inquilinas, que están reconocidas. En el caso de la ley estatal, no hay nada.
Resumen. Si no se modifica esta versión de la ley, el resultado práctico será el siguiente. Si vives de alquiler, lo más probable es que te puedan seguir obligando a elegir entre un alquiler abusivo o el desahucio. Si por casualidad resides en un de los pocos municipios que obtengan el permiso para regular los precios, tendrás que esperar hasta 2023. Y aún así, seguirás siendo vulnerable a los abusos, porque no hay sanciones para quien vulnere el límite de precios.
La ley de vivienda no puede ser un brindis al sol. El Gobierno debe ser valiente e impulsar una regulación efectiva, que mejore de verdad la vida de la gente. Esa regulación ya existe: se llama ley 11/2020 y lleva más de un año funcionando sin causar ninguna de las catástrofes que algunos profetizaron. No ha paralizado el mercado. Al contrario, se están firmando más contratos de alquiler que nunca. Ha ayudado a que los precios bajen más en las ciudades catalanas donde se aplica que en las que no, al margen de la pandemia. Y lo más importante, cuenta con su aval: tanto los ayuntamientos que ya regulaban como los que no piden hacerlo 5 años más.
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