Dominio público

El antifascismo no es bello

Pablo Batalla Cueto

El antifascismo no es bello
El líder de Vox, Santiago Abascal (d) durante un acto con motivo de la campaña para las elecciones de Castilla y León, este jueves en León. EFE/J.Casares

Anunciaba Vox hace unos días que exigirá, para pactar con el Partido Popular en Castilla y León —donde lo más probable es que la unión de los dos partidos sume mayoría absoluta, aunque el partido está más abierto de lo que podría parecer—, un acuerdo «duro», y no cabe sino echarse a temblar a qué llamará «duro» una muchachada que cae a la derecha de quien considera que ser llamado fascista significa estar en el lado correcto de la historia. Será esa una dureza, querrá serlo, de hoja de cimitarra, de traviesa de patíbulo, de sillar ciclópeo de Valle de los Caídos. Y uno se va haciendo a la idea de que pondrán a su descendencia a cuadrarse a la escucha de la Marcha real cada mañana en la escuela, convertida en una factoría de flechas y pelayos.

Vox no es un partido cualquiera. Y la lucha necesaria contra su crecimiento y su adquisición de cuotas de poder tampoco es cualquier lucha. Debatimos a veces, con cierto acaloramiento, si es justo asignar a esta nueva ultraderecha la etiqueta de fascista, y hay una conciencia bienintencionada que se rebela contra tal asignación, considerándola una frivolidad, en cuanto no huele en el aire el humo oliente a carne quemada de los campos de exterminio. Pero el fascismo —decía Lebourg— no es un programa: es una cosmovisión. Es también una pendiente resbaladiza, un maelstrom. No arranca su singladura levantando los muros de Auschwitz-Birkenau. Ni siquiera es seguro que llegue a levantarlos, pero lleva —y esto es lo crucial— en la cabeza los ladrillos con que se construirán, o se construirían.

La Solución Final, final fue, y no Solución Primera: se arribó a ella por un tortuoso camino de estereotipos antisemitas, de procederes oblicuos, de victimismos, de pellejos de oveja enfundando el del lobo, de ases en la manga, de gambitos electorales. El vaticinio de la puesta en práctica de un programa de exterminio literal, sistemático, industrializado, de todos los judíos del planeta hubiera sido descartado como disparatado por los amigos de la Hannah Arendt que recordaba haber sido una de las pocas personas, junto con su marido, Günther Anders, en tomarse en serio la publicación de Mein Kampf en 1926: todos los demás menospreciaban el discurso de los nazis como una mera retórica inflamada a no tomar demasiado en serio.

Hoy sabemos cuán dramáticamente se equivocaban. Y, sin embargo, nuestros días parecen confirmar aquello de que la historia enseña, pero no tiene alumnos. No los tiene hoy para esta lección sobre semillas malignas y huevos de serpiente de eclosión despaciosa. Allá donde los compadres internacionales de Vox han gobernado, de Viktor Orbán a los gemelos Kaczy?ski, académicos e influencers progresistas han insistido en la frivolidad de llamarlos fascistas mientras estos no-fascistas anulaban la independencia del Poder Judicial, condenaban a historiadores díscolos o amparaban la creación de zonas libres de ideología LGTB.

No puede dejarse crecer esta simiente. La posibilidad de un gobierno, de cualquier gobierno, central, autonómico o municipal, con ministros, consejeros o ediles de Vox debe ser abortada por cualquier medio. Y, en consecuencia, hay un debate poco halagüeño, pero muy necesario, que la izquierda debería, al menos, abrir en su seno: la posibilidad de apoyar de un modo u otro gobiernos del PP allá donde no exista otra alternativa que orbanes y kaczynskis carpetovetónicos a los mandos del boletín oficial. Y, en lo inmediato, la de prestar apoyo a uno monocolor de Alfonso Fernández Mañueco en Castilla y León si no dan los números para una mayoría de cambio que abarque desde Unidas Podemos hasta Unión del Pueblo Leonés, pasando por el PSOE y las candidaturas de la España Vaciada.

En los últimos años, hemos apelado muchas veces, desde la izquierda, a la formación de un cordón sanitario antifascista. Pero esa apelación ha consistido casi siempre en apelar a otros a apoyarnos sin contrapartidas, y no se ha hecho cargo de la letra pequeña de nuestro apoyo a otros, ni de que no se forma un cordón antifascista con amigos, sino con adversarios. El antifascismo —he aquí otra lección importante— no es un asunto bello, ni un dominio de la poesía, ni una causa placentera: es horror, desesperación, último recurso y apretones de manos con grandes malnacidos en pos de la derrota de malnacidos mayores. Nariz tapada y votar a Jacques Chirac para que no gane Le Pen. Ni siquiera se forma un cordón antifascista solo con antifascistas: no lo era el Winston Churchill genocida de bengalíes, admirador de Mussolini y que facilitó cuanto pudo la victoria, en España, de los caínes sempiternos de Franco, pero al que la segunda guerra mundial convertiría —por motivos que no eran de orden ético, sino geopolítico— en un héroe —y lo fue— de la lucha contra Hitler. En el límite, llega a ser posible un antifascismo que pacte con fascistas: fascistas eran quienes organizaron un atentado fallido contra la vida de Hitler el 20 de julio de 1944, y hoy reciben homenajes oficiales periódicos como héroes de la Resistencia. Como escribiera Brecht, hay hombres que luchan un día y son buenos.

El PP, qué duda cabe, no es un partido antifascista: un fascista lo fundó y de su matriz han salido los fascistas actuales. Cuando se abre este debate en el seno de la izquierda, se alzan voces que advierten que la derecha española, hija de la victoria del treinta y nueve y no de la del cuarenta y cinco, no es la derecha europea, y echar un cable al PP en proceso de trumpización —en la versión patria de la ayusización— es pan para hoy y hambre para mañana; que nos va mejor la vacuna de permitir la formación de gobiernos PP-Vox que se enfanguen y se retraten, contestar en la calle y las redes cada medida y que un acceso controlado de los fascistas del poder sea el acicate que sirva para reorganizar la izquierda fuerte, combativa y movilizada que hoy brilla por su ausencia. Quien esto escribe no los rebatirá; tampoco les dará la razón; no tiene este columnista una posición definitiva al respecto y solo este mensaje: tiempos recios se avecinan, grandes males requieren grandes remedios, antifascismo es tragar sapos y también la inteligencia de percibir la complejidad interna del adversario, apreciar que hay sectores distintos agrupados bajo su paraguas y no todos son amigos de los coqueteos esvásticos, y hacer el esfuerzo de ser cordiales y generosos con estos.

Sea como sea, la historia nos enseña que no hacen falta alforjas para el viaje de subestimar la «precisión artera» de los planes del fascio sobre la cual escribiera Víctor Jara en su último poema. Confinado en el Estadio Chile, convertido en campo de concentración, Jara lo escribió justo antes de que los torturadores de Pinochet —de quienes hoy José Antonio Kast, socio chileno de Vox, reclama el indulto— le rompieran las manos y le cortaran la lengua para apagar para siempre el canto libre de la emancipación. También en Chile pensaron, como cincuenta años antes los amigos de Hannah Arendt, que los nazis tenían un techo de cristal.

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