El fetichismo de la eficacia en política, en cuya defensa pueden coincidir grupos reaccionarios de la izquierda clásica, las derechas, tecnócratas del neoliberalismo y columnistas pro statu quo, se manifiesta de una manera especialmente clara cuando desde estos sectores se demanda de los políticos que atiendan a "las cosas del comer" o que recuerden que "con las cosas de comer no se juega". Y claro, ¿quién puede, a priori, no estar de acuerdo con la importancia del asunto? Se dice que la eficacia en política pasa, de entrada, por resolver ese tema, que lo material es prioritario. ¿Quién se atreve, en tiempos tan reaccionarios como los que estamos viviendo, a discrepar? ¿Quién puede decir que en política "las cosas del comer" importan mucho pero hay otras tantas que también; y que a menudo todas ellas se conectan y que en realidad la política debería ser el marco en el que las fricciones que esas conexiones provocan se resuelven? ¿Quién se atreve hoy en día a formular ideas mínimamente complejas, cuando lo que se valora, premia y reconoce como válido es la simpleza absoluta, la regresión intelectual, la polémica de trazo grueso y la confrontación estridente?
Comer, sin duda, es importante, así como todo aquello que contribuye al sostenimiento material de la vida humana: un trabajo, una vivienda, políticas de consumo... Pero también es importante tener acceso a una educación y una sanidad públicas, y no digamos nada del respeto a los derechos humanos. Y es que todo lo que garantiza la dignidad humana, sea en el orden material o inmaterial, es de la mayor importancia, y a menudo ambos órdenes resultan indisociables.
Somos entramados de necesidades, intereses, compromisos, creencias, pulsiones, anhelos y deseos. También somos vulnerables y dependientes y las sociedades que construimos no son en absoluto ajenas a todas estas circunstancias. Y porque somos todo esto, creo que la buena política no es la que atiende de manera prioritaria a "las cosas del comer" sino la que, asumiendo nuestra complejidad y precario devenir, trata de solventar los conflictos inherentes a la vida en sociedad gestionando vulnerabilidades y dependencias en favor de la dignidad de todes. Aspirar a algo que no sea eso es aspirar a muy poca cosa y hacerlo en nombre de la eficacia es reducir la política a una técnica de administración conservadora y banal.
Hay quienes pensamos que la política debe posibilitar la resolución de conflictos en aras de la dignidad humana y la sostenibilidad ambiental y que una política orientada por ese tipo de propósitos propiciará una vida buena; una política imaginativa y ambiciosa, guiada por el sentido de responsabilidad y el principio de rendición de cuentas, una política democrática, en suma, debería llevar implícita la satisfacción de necesidades básicas. No es desatención a "las cosas del comer" lo que propugnamos, como es lógico. Ambicionamos una política que llegue más lejos y en la que de una manera activa tengamos cabida las ciudadanas como agentes fundamentales para la transformación. Ser de izquierdas, entre otras cosas, era esto: entender la eficacia en política como la consecuencia lógica de actuar procurando el cambio y la justicia social. Nada que ver con lo que se predica desde sectores conservadores, menos aún desde la ultraderecha.
En el ataque de la ultraderecha española al diseño territorial del Estado, por ejemplo, que insiste en que un estado centralizado evitaría duplicidades y sería más eficaz en un nivel puramente técnico y en otro sustantivo -pues garantizaría la unidad nacional- hay un fetichismo de la eficacia percibida de una manera reduccionista como una técnica de gestión ideológicamente neutra que, de ejecutarse con solvencia de manual y siempre según sus adalides, serviría para desactivar el conflicto social.
También desde las derechas se piensa que en una sociedad de personas bien alimentadas, cuyas necesidades básicas estén cubiertas, sus miembros sentirían una profunda aversión al conflicto porque es sabido que cuando el estómago está lleno y la cuenta bancaria marca en negro, todo lo demás no importa. No solo es una idea simplista, ahistórica y falaz, sino antidemocrática por demagógica. La democracia de la década de los años veinte de este siglo de promisión, se tambalea. Socavado el principio de verdad y pisoteado el valor de la palabra, nadie parece acordarse de que la democracia era mucho más que un proceso, mucho más que elecciones, demoscopia y management; era ( o iba a ser) en el siglo XXI, un régimen de convivencia al que el conocimiento y los derechos humanos otorgaban sustancia.
Hay distintas maneras de abordar el quehacer político en democracia y las ideologías, tan desprestigiadas en nombre de la neutralidad y de la eficacia -los dos estandartes del nuevo sentido común de derechas- aún tienen recetas para hacerlo. Neutralidad y eficacia son fetiches de las derechas que están logrando hacer verosímil que lo ideológico es malo y la política solo sirve cuando no trabaja al servicio de ninguna ideología. Por ideológico entienden todo lo procedente de una izquierda que asume su contexto posmoderno, su crisis cultural y el horizonte inmediato de emergencia ambiental. En este sentido, el feminismo o el ecologismo son presentados por sus críticos como los discursos más saturados de ideología y, por lo mismos, los más despreciables.
Cuando se exige a los políticos que concentren su energía en resolver lo de "las cosas del comer" se hace, generalmente, para criticarles una gestión poco eficaz, distraída o irrelevante, más centrada en lo simbólico que en lo material, más orientada por lo ideológico -de izquierdas- que por lo pragmático. Los ataques, por ejemplo, que recibe en España el Ministerio de Igualdad, suelen incidir en su supuesta irrelevancia, porque su gestión, claro está, no tiene que ver con "las cosas del comer", y es a la sazón puramente ideológica. Porque lo ideológico de derechas es, por arte de birlibirloque, eficaz, al punto de que por eficaz, pareciera perder su carga ideológica. Recordemos la frase que nos regaló el actual alcalde de Madrid: "Seremos fascistas, pero sabemos gobernar". (Hubiera sido más preciso que dijera: "Sabemos cómo sacar provecho a las instituciones de gobierno" teniendo en cuenta el historial de su partido y la hoja de servicios que presentan los políticos populares en la tierra de la libertad; otro fetiche por cierto de la derecha. Pero esto es harina de otro costal).
Recuerdo muy enfada a mi farmacéutica cuando tuvo lugar la por lo demás desastrosa exhumación de Franco porque le parecía que este gobierno se entretenía en cosas sin importancia y no se ocupaba de los "verdaderos problemas" de los españoles. Como si en un gobierno unas políticas se ejecutaran en detrimento de otras, como si no fuera posible atender varios tipos de demandas ciudadanas en varios niveles diferentes. Esa visión canija de la política, por cierto, como una actividad tasada, como una especie de catálogo de asuntos del que elegir algunos para dejar fuera otros, también es históricamente de derechas, como lo es la noción que la sustenta: la política como un mal necesario.
Decía mi abuela Nieves que dijo Negrín: "en la guerra, sin pan y con pan, ¡resitir!" Ella, que pasó muchísima hambre después del 39, que se la comió la sarna, que fue abusada y maltratada, duramente represaliada, que sufrió lo indecible por republicana, sabía muy bien que en política no todo tiene que ver con "las cosas de comer". Sabía que la política es horizonte, así como yo sé que el nuestro está cada vez más desdibujado, como sé que son los que, teniendo asegurada la comida, aparentan una gran preocupación por el hambre
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