Mi primer trabajo remunerado, remunerado un poquito nada más, fue dando clases particulares a un chaval de mi colegio que no aprobaba ni una. Yo preparaba tranquila mi prueba de acceso a la universidad mientras que él, unos años más joven pero mucho más fuerte, luchaba (o batallaban sus padres) por dejar atrás la EGB y saltar al Bachillerato. Llegó a mi casa, una hora diaria por las tardes, con siete suspensos de siete a sus espaldas, y experimenté por vez primera ese síndrome de impostora cuando su madre me llamó para agradecerme mi trabajo, porque, tras meses de esfuerzo, de siete el adolescente había conseguido suspender solo cinco (y una de las aprobadas por los pelos fue educación física, a lo que poco había contribuido yo). Pero la culpa por el dinero de bolsillo fraudulentamente ganado se me pasó pronto, porque yo también había sufrido lo mío en aquellas clases multidisciplinares, intentando penetrar con ecuaciones de segundo grado, análisis sintácticos y phrasal verbs en aquel adolescente hecho de roca no porosa. Y es que mi joven discípulo resultó tan rudo de mollera como de trato: cuando yo le preguntaba: "¿Cuál es el complemento directo de esta oración?" su rostro se cubría con una expresión cérea de incomprensión, y reaccionaba pellizcándome en el brazo o retorciéndome la muñeca hasta que gritaba de dolor. Acabé haciéndole los deberes para que no me pegara más.
Vivimos en un mundo cada día más complejo, sostenido por mecanismos cada vez más herméticos para el ciudadano de a pie, y la reacción lógica de muchos es el cabreo generalizado, la frustración que muda rápidamente en ira ante lo incomprensible. Se dispara el precio de la gasolina, de la factura de la luz, del aceite y del pan ("el pollo ha subido un 40%, ¡el pollo!", me contaba mi madre ayer escandalizada al teléfono); sube la hipoteca, y de lejos resuenan los tambores de conceptos más abstrusos como los tipos de interés o la prima de riesgo que no presagian nada bueno.
Como no entendemos, o no nos explican adecuadamente, sus causas, somos libres de culpar a quien más rabia nos dé: el gobierno socialcomunista de Sánchez, la conjura judeomasónica de Soros, tu cuñado que trabaja en las oficinas de Cepsa o el argelino que recoge bajo los plásticos de Almería la fruta que pones a tu mesa. Al poco de detonarse la guerra en Ucrania alguien se preguntaba públicamente, en lo que creyó un arranque de ingenio, cómo podía ser que el aceite de girasol doblara ya su precio, si esa botella, la última de la estantería, salía de los almacenes del supermercado y no de los campos ucranianos cubiertos aún de nieve. Vaya usted a explicarle lo que son los mercados de futuro a un consumidor cabreado que, en su arrebato de confusión, acabará votando a Vox, porque todos los demás nos están tomando el pelo.
Nos hablan del precio del megavatio sin saber cuántos megavatios consume nuestro humilde hogar en cuánto tiempo. Triunfa la "excepción ibérica" y el límite a los precios, pero la electricidad sigue subiendo y no hay quien interprete una factura de la luz. Paso estos días a la sombra del aire acondicionado, ese bien de primera necesidad estos días si no fuera porque se ha convertido en un bien de lujo, corrigiendo los Trabajos de Fin de Grado de mis estudiantes, gracias a los cuales sigo aprendiendo cada día. Esta vez ha tocado empollarme la gobernanza europea del mercado gasístico, y créanme que no es sencillo entenderlo, pero algunos datos que he visto me habrían provocado escalofríos si no fuera por esta ola de calor.
En su intento de conciliar las lógicas de la eficiencia y el libre mercado con los objetivos climáticos del Pacto Verde, la seguridad energética y la provisión de bienestar a sus ciudadanos, la UE ha buscado cuadrar el círculo y adivinen (perdonen por el spoiler): la cosa no está saliendo del todo bien. La colaboración (véase connivencia) público-privado ha llevado al capital transnacional más especulativo a entrar de lleno en el mercado energético, atraído por su bajo riesgo (subvencionado, pérdidas compensadas) y su alto beneficio: tanto que, a través de lobbies, comités de expertos formados por representantes de los intereses industriales y financieros, hubs, mercados spots, mix energéticos y pools, puertas giratorias y reuniones desde lo más informal al más alto rango en las que ni siquiera faltan hombres del Kremlin a la mesa, son las propias compañías y fondos de inversión los que marcan objetivos, precios, mientras diseñan la propia normativa a la que se someten. Ya saben, la casa siempre gana.
Marx auguró un fin de la historia comunista en el que las clases sociales desaparecerían y con ellas el Estado, porque el gobierno sobre los hombres sería sustituido por la administración de las cosas. Semejante utopía tecnocrática (tomada prestada de socialistas previos como los sansimonianos a los que tanto despreciaba) se ha convertido hoy en una distopía, porque la gestión de "las cosas" nunca es neutral. En una verdadera democracia todos los ciudadanos del mundo deberíamos tener voto sobre los consejos de administración de Blackstone, Goldman Sachs o Monsanto-Bayer, pero la política de uno y otro signo parece haber comprado aquella vieja fórmula marxista: su discurso no concibe más horizonte que el de las estructuras oxidadas del Estado-nación mientras nos entretiene con guerras culturales, nacionalismos de pulserita, metapolítica de líos internos de partido y otras fantasmagorías.
Que te pones a hablar de cifras y baja la audiencia. Robar está bien si lo llamas malversar, como si del delito de un poeta ripioso se tratara; cuantos más paraísos fiscales, más sociedades offshore y empresas pantalla, mejor, hasta que nadie entienda nada y cambie de canal. Por eso lo que no se perdona es robar un par de cremas en el Eroski, porque eso lo entiende hasta aquel alumno mío de EGB. Los datos quedan para caricaturizar a Yolanda Díaz, porque ya hemos visto estos días que Feijóo no sabe distinguir la prima de riesgo de los tipos de interés, ni Ayuso sabe explicar su propuesta de deflactación del IRPF porque ni ella misma entiende de qué está hablando ni, parece ser, falta que les hace para enfervorizar a las masas. En su descargo, eso sí, se podría aducir que tampoco los economistas, aquellos que nos prometían unos felices años veinte de gran crecimiento económico y ahora auguran sin inmutarse que vamos de cabeza a otra recesión, parecen saber a menudo de qué están hablando.
La desafección entre los potenciales votantes (que acaban no votando, especialmente entre las clases más humildes) frente a los discursos políticos que no atienden a sus necesidades más inmediatas no deja de crecer. Bruselas queda demasiado lejos, desde la distancia se observa con recelo porque nadie sabe bien lo que pasa sobre sus moquetas azules y, ante la duda, mejor abstenerse o apoyar al de la solución más sencilla: el euroescéptico de la banderita del soberanismo, como si eso fuera posible o incluso deseable. El desinterés por la información y la actualidad política también se dispara en nuestro país, hasta situarnos al fin entre los campeones: la América de Trump y la Gran Bretaña de Johnson, con más de un 30% de caída en el consumo de noticias, informa Reuters. Otro estudio apunta a que casi el 40% de los españoles no quiere saber nada de la pandemia o la guerra en Ucrania para no deprimirse, pero cuando llega la factura de la luz acaban igualmente deprimidos.
Con lo entretenido que es el show político. Si en las elecciones europeas nunca se habla de Europa, para qué hablar de los problemas y necesidades de Andalucía en las elecciones autonómicas de hoy. No he podido seguir la campaña electoral de cerca, así que esto es todo lo que sé de lo ocurrido allí: 1) Podemos no llegó a registrar en tiempo y forma su participación en la coalición Por Andalucía; 2) Macarena Olona está empadronada en Salobreña sin haber puesto un pie allí; 3) las encuestas dan una abrumadora mayoría al Partido Popular, porque sus argumentos en esta campaña han resultado imbatibles: un candidato que le cuenta cosas al oído a su vaca de la suerte y un presidente de partido nacional que fue a Andalucía a decirles a los granadinos que donde esté la puesta de sol de Finisterre se quite la Alhambra, y a los gaditanos, que son muy graciosos. 4) En el último debate televisado, el discurso asustaviejas de la candidata de Vox agitó las páginas del fantasma del onanismo, porque qué sabe ella de la reforma de la Política Agraria Comunitaria que entrará en vigor en 2023 o de lo que sea un ecoesquema, en los que el campo andaluz se juega tanto. Y es que de masturbación sí que entendemos todos, hasta ella.
Lo urgente no deja tiempo para lo importante, solemos lamentarnos. En el caso del discurso político nacional, tanto lo urgente como lo importante quedan apisonados por la anécdota. Nuestro presidente pretérito Rajoy habló al menos en dos ocasiones claro: cuando le llevaron a negociar los presupuestos comunitarios en 2014 a Bruselas y concluyó que "it’s very difficult todo esto" y cuando trató de resolver tanta complejidad a base de hilillos de plastilina y vivas al vino.
Y luego está lo de Madrid, que ya es otro nivel: ante la ola de calor que me empuja a escribir este texto de madrugada en el balcón, el Consistorio, o la Comunidad (porque tanto monta), deciden: 1) cerrar los parques; 2) no abrir las piscinas municipales; 3) votar en contra de los refugios climáticos y mandarnos en su lugar a misa o al Corte Inglés. Ayuso responde que ella no tiene la culpa de que haga calor y que no se podía prever: otra que, como buena española, tampoco sigue ya la prensa o los informativos. Y remata con un intento de chiste para ridiculizar a la adversaria con no sé qué sobre la ideología de género y el calor. Por mucho que me esfuerce, yo a veces tampoco entiendo nada. Aunque me temo que en esta ocasión no tenga que ver con la dificultad del problema.
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