Hablamos con razón de la "crisis de la izquierda", incluso cuando algunas de sus variantes ganan las elecciones en América Latina o incluso gobiernan en Europa, como en el caso de España. Las divisiones en torno a Ucrania, los desgarros organizativos o el creciente distanciamiento de las mayorías sociales la ponen en una situación de permanente debilidad, en el filo siempre de la derrota. En un mundo pluricrítico, es verdad, todo está en crisis, pero en términos políticos la crisis que más debería preocuparnos -desde la izquierda- no es la de la izquierda sino la verdaderamente grave y peligrosa: la crisis de la derecha. Me refiero al hecho de que la derecha "de centro", democrática y liberal, prácticamente ha desaparecido. Aquí sí se puede generalizar: miremos donde miremos encontramos el mismo enfrentamiento inédito. No es ya, como en el período de entreguerras del siglo pasado, el choque entre dos revoluciones que se remedan y se combaten desde -digamos- los extremos. Vencedora por los pelos, como en Brasil, o derrotada sin ambages, como en Italia, una izquierda cada vez más moderada disputa el poder a una derecha cada vez más radical. La izquierda recula a la "socialdemocracia de guerra", por utilizar el rubro de un extraordinario artículo de Xan Lopez, mientras que la derecha se vuelve ultra, extrema, neofascista, reaccionaria, nacionalista, negacionista, populista y neoliberal a un tiempo, evangelista en América y anti-Francisco en Europa. Ahí tenemos a Bolsonaro, a Trump, a Le Pen, a Meloni, a Orban, al sueco Akesson, por citar los ejemplos más relevantes o más peligrosos. En cuanto a España, la relativa erosión de Vox es paralela al fortalecimiento de la trumpista Ayuso frente al "moderado" Feijoo, al que la presidenta de Madrid acaba de propinar en público una soberana y humillante paliza que deja bien claro quién manda en el PP.
Vuelve, pues, la socialdemocracia pero no vuelve con ella la democracia cristiana ni el ordoliberalismo del siglo pasado. ¿Que se lo han buscado? Vale. ¿Que han sido esas fuerzas las que han abierto las puertas a la extrema derecha con sus políticas neoliberales? Puede ser. Lo cierto es que, una vez aquí y con muy poco margen de maniobra, conviene saber qué podemos hacer para que la policrisis no sea aprovechada por esos partidos antidemocráticos y antipolíticos que agravarán todas las crisis estrechando aún más los marcos de intervención y movilización colectivos. ¿Qué hacer? Un sector de la izquierda apuesta por aprovechar la oportunidad y desengancharse de una vez del "centro" y todos sus aledaños; apuestan -es decir- por hacer realidad el "miembro fantasma" que el destropulismo evoca en su propaganda, para la cual esa izquierda cada vez más moderada es el comunismo y la revolución soviética. Otro sector, en cambio, sopesando los peligros y la relación de fuerzas, considera que es el momento de salvar los muebles y que para ello es necesario aliarse con antiguos rivales políticos que viven también la amenaza ultraderechista -interesada o éticamente- como una cuestión de supervivencia. De las tres grandes crisis que preocupan a la izquierda (el cambio climático, la justicia social, la democracia), a los defensores del "miembro fantasma" la democracia les parece prescindible o en cualquier caso ya indefendible. A los defensores de la contención y del remiendo les parece, en cambio, que de ella depende cualquier posibilidad de ganar terreno -aunque solo sea un arañazo- en la contención de la catástrofe ecológica y en la redistribución de la riqueza.
No creo que sea el momento de evocar fantasmas, pues las batallas entre fantasmas siempre las ha ganado la derecha. Si hablamos de "radicalidad" digamos enseguida que "radical" es cualquier movimiento que introduce un efecto social real en el mundo. En este sentido, hay una radicalidad negativa que domina a todas las demás; se llama violencia, que llena de fantasmas -precisamente- el espacio común. La violencia es siempre radical porque desacraliza la vida humana y refunda desde la raíz sus vínculos y relaciones: ninguna guerra ha mejorado jamás las sociedades que deshilacha. En cuanto a las radicalidades positivas, hay momentos históricos en los que lo más radical es tumbar un régimen o jugarse la vida contra un tirano. Hay otros, que hoy solo podemos imaginar, en los que lo más radical será escribir un buen poema o decirle "no" a un pretendiente arrogante y pegajoso. Pero si "radical" es todo aquello que introduce un efecto social real en el mundo, lo más radical que puede hacer hoy la izquierda es ganar las elecciones. Ahora bien, en la presente correlación de fuerzas, la izquierda solo puede ganar las elecciones por los pelos y solo pactando con la derecha liberal en crisis. Eso es lo que ha ocurrido, por ejemplo, en Brasil, donde Lula ha tenido que recabar el apoyo de parte del establishment democrático para llegar al gobierno; incluso el de conservadores como Alckmin, su contrincante en 2006. Los defensores del "miembro fantasma" dicen, no sin razón, que esos pactos le han obligado a moderar su discurso y su programa; que le atan ahora las manos a la hora de hacer políticas en favor de los más desfavorecidos; e incluso se escaman porque el "imperialista" Biden, a modo de cortafuegos, haya consagrado enseguida la victoria raspada del candidato del PT. Pero es que quizás esta alianza entre la derecha liberal y la izquierda moderada es lo más radical -lo más efectivo- que se puede hacer hoy contra el neofascismo. Como recordaba Emilio Santiago en una lucidísima reflexión sobre el carácter desmovilizador del "colapsismo", las pequeñas diferencias introducidas desde un gobierno progresista, siempre insuficientes, cuentan; cuentan porque impiden el acceso al poder de la radicalidad negativa de la ultraderecha, pero cuentan también porque las leyes mejoran -o empeoran- la vida de la gente.
Es verdad que para que la victoria por los pelos de una candidatura de izquierda sea algo más que un aplazamiento de la victoria de la ultraderecha, los gobiernos tienen que asegurar y ampliar el apoyo de las mayorías, lo que exige hacer políticas en su favor. De eso se trata. Si se ha llegado al gobierno haciendo concesiones programáticas, se dirá, será imposible hacerlas. Será imposible hacerlas, podríamos responder, si no se llega nunca al gobierno. La crisis de la derecha liberal da buena medida de todos los peligros, pero también ilumina una nueva dependencia que la izquierda debería explotar. Cuando los defensores del "miembro fantasma" denuncian estas alianzas y estas concesiones, confiesan resignadamente la debilidad de la izquierda, que una y otra vez se dejaría contaminar o derrotar en estas pugnas promiscuas. Revelan así una bajísima confianza en el propio poder para inclinar en su favor la relación de fuerzas. Si no hay democracia, lo más radical es luchar contra la dictadura; si hay democracia y se ganan las elecciones, entonces hay conflicto y forcejeo y lo más radical es luchar desde el gobierno para arrastrar a la derecha liberal, más allá de la desnuda defensa del régimen institucional (que no es poco), a hacer concesiones en las otras dos grandes batallas: la del cambio climático y la de la justicia social. El capitalismo es una estructura pero también un montón de capitalistas asociados -y divididos- por intereses y visiones del mundo diferentes. En un contexto de pluricrisis, excluida la revolución mundial, la izquierda debería explotar esas divisiones para introducir "pequeñas diferencias", sin dar por supuestas siempre la contaminación o la derrota.
Así que, en el contexto de esta crisis de la derecha liberal, tenemos una izquierda cada vez más moderada (socialdemocracia de guerra) disputando el poder a una ultraderecha cada vez más negativamente radical. Y tenemos otra izquierda, defensora del "miembro fantasma", que preferiría perder las elecciones y luchar contra una dictadura. En España, esta parece ser cada vez más la posición de Podemos, cuyo contrapeso en el Gobierno de coalición ha demostrado, sin embargo, que un PSOE más de izquierdas es posible. Otra fuerza, nacida al mismo tiempo dentro y fuera del partido morado, tendrá que ocupar su lugar si queremos seguir aspirando a la radicalidad de gobernar en estos tiempos angostos y sombríos. Podemos prefiere concentrarse en el "miembro fantasma", réplica perfecta de la propaganda neofascista, y en las guerras mediáticas contra periodistas y medios afines. No les excitan ya las pequeñas diferencias sino las grandes batallas épicas de las que saldrán de nuevo derrotados.
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