Vivimos días de intensa zozobra institucional. Mientras parece que van a estallar las costuras de nuestro sistema constitucional, llevado al límite por los bandos políticos, se suceden las declaraciones grandilocuentes. La derecha acusa al Gobierno de golpe de Estado virtual por aprobar una enmiendas al Código Penal que creen que facilitan la ruptura del país, mientras la izquierda hace lo propio con ella invocando el uso espurio de las más altas instituciones jurisdiccionales y del gobierno del poder judicial.
La culminación -por ahora- de esta situación de crisis del sistema ha venido con la renovación del Tribunal Constitucional. Cuando el Partido Popular perdió las últimas elecciones generales, optó por atrincherarse en el poder judicial. Es algo que ya ha hecho en otras ocasiones y que no es una táctica inusual de la derecha en cualquier lugar del mundo. Se trataba, así, de que los jueces ejercieran de auténtica oposición: impidiendo que el Gobierno progresista saque adelante sus principales medidas, deslegitimándolo ante la opinión pública y, en definitiva, intentando facilitar la vuelta al poder de los conservadores.
El exponente más evidente de esta política ha sido el Consejo General del Poder Judicial, que debía haberse renovado hace más de cuatro años para que su composición reflejase la nueva sensibilidad ideológica de la sociedad. Se ha bloqueado, de manera que sus miembros son una foto fija de la perspectiva social dominante durante los lejanos años de la mayoría del Partido Popular. Sin embargo, la batalla más trascendente tiene que ver con el control del Tribunal Constitucional, que es en última instancia el órgano capaz de revocar las medidas legislativas del Gobierno de progreso.
En torno a la renovación del Tribunal Constitucional se libra estos días una batalla que está forzando las costuras de toda nuestra arquitectura institucional y amenaza con llevarse por delante a la propia institución.
Desde junio hay cuatro magistrados constitucionales con su mandato caducado pendientes de renovación. Hace unas semanas, por fin, el Gobierno nombró a los dos que le correspondían. Uno de ellos debía haber sustituido al propio presidente actual del Alto Tribunal que, sin embargo, no les ha permitido aún tomar posesión. Mientras, los miembros del CGPJ propuestos por el Partido Popular bloquean deliberadamente el nombramiento de los otros dos. En estas circunstancias, el Gobierno decide actuar e idea una reforma legal para cambiar el sistema de nombramiento de los magistrados que los fuerce a actuar ya. Hasta aquí todo bien, dentro del deterioro institucional habitual de los últimos años.
Lo que desata este momento delicado es una iniciativa imprudente del Gobierno. Con las prisas por obligar a los miembros del CGPJ a cumplir con su deber constitucional, la reforma legal necesaria para cambiar ese modo de votación no se presenta de cero como una nueva propuesta en el Congreso sino, para ahorrar tiempo y tramitación, con forma de enmienda a una proposición ya en marcha: precisamente la que busca cambiar en el Código Penal la regulación de los delitos de sedición y malversación.
Resulta que, conforme a la jurisprudencia constitucional, esta práctica puede vulnerar derechos de los diputados. Esencialmente, si votan la toma en consideración de un proyecto de ley y, más adelante, se le introducen normas sobre una cuestión totalmente diferente sobre la que no han podido debatir y votar en esa toma en consideración.
En 2011, el Constitucional decidió que era contrario a los derechos de los parlamentarios que se admitiera una enmienda a la ley de arbitraje, mediante la que se buscaba cambiar el Código Penal para castigar la celebración de referéndums ilegales. Con ese precedente, los diputados populares han presentado en esta ocasión un recurso de amparo que, aparentemente, tiene algunas posibilidades de culminar con éxito.
La cuestión, sin embargo, no tiene realmente que ver con eso. Porque el Partido Popular se ha servido de esto para intentar algo completamente ajeno al reparto constitucional de poderes. Le ha pedido al Tribunal Constitucional que, puesto que es posible que se lesionen derechos, paralice preventivamente la tramitación de la ley.
Que el Tribunal Constitucional se haya planteado siquiera hacerlo es un gravísimo atentado contra la separación de poderes sin la más mínima base jurídica. Se trataría de una invasión inédita en las competencias del poder legislativo, que no es procedente en esta fase del procedimiento, y que, encima, vendría adoptada por un tribunal ilegítimo.
Es una invasión en la autonomía parlamentaria, porque nuestro ordenamiento no permite la interferencia del Constitucional en el procedimiento legislativo. Si bien el Constitucional es la única instancia que puede anular una ley democrática, ha de esperar a que la ley esté terminada. Más allá, en este caso la anulación habría sido preventiva, es decir que el Alto Tribunal intervendría para proteger derechos que aún no han sido lesionados, para evitar la eventualidad de que lo sean. Ese tipo de intervenciones preventivas (antes de la lesión de un derecho fundamental) están completamente prohibidas, son ajenas a una jurisdicción defensiva, que sólo puede actuar a posteriori.
Pero es que, además, en esta ocasión el Tribunal Constitucional incurre en un problema terrible de falta de legitimidad. Cuatro de los magistrados que decidirían tienen su mandato caducado y un interés personal en el asunto. Dos de ellos, además, no sólo tienen el mandato caducado sino que incluso están nombrados sus sustitutos, a los que les están impidiendo tomar posesión del cargo. Suspenderían la tramitación de la ley que obliga a su sustitución. Es decir, que unas personas que ya no deberían estar en el Tribunal Constitucional se saltan las normas vigentes y lo hacen para frenar la ley que va a provocar su sustitución.
En definitiva, si los magistrados acordasen eso, participando en la discusión, estarían destrozando la separación de poderes para agarrarse al asiento y, a pesar de que su mandato está caducado, intentar que no los saquen de su puesto. Una rebelión constitucional de esta entidad.
Afortunadamente, parece que este disparate ya se ha frenado. Una vez votada la enmienda en el Congreso, ya no es posible que a los diputados recurrentes se les continúe lesionando ningún derecho ni hay nada que proteger preventivamente. Así que el lunes próximo el Tribunal Constitucional ya no puede anular lo que queda de procedimiento en el Senado. Debe tramitar el recurso como todos los demás y, si al final le da la razón al Partido Popular, lo hará respetando el procedimiento legal y sin entrometerse en la autonomía de los otros poderes del Estado. Cualquier otra decisión este lunes será una ruptura tan evidente del sistema constitucional que no es concecible que pueda suceder.
Pero hemos estado en el abismo. Las luchas partidistas han zarandeado esta vez la Constitución como nunca antes. La presión de la derecha sobre el Tribunal Constitucional para que se salte sus competencias, viole la división de poderes e impida trabajar al Parlamento legítimamente elegido han sido brutales. Demuestran que están dispuestos a romper la Constitución, a destrozar la separación de poderes y a tirar a la papelera todo el orden constitucional de 1978 si les conviene para sus estrategias cortoplacistas y para desgastar al Gobierno.
En estas condiciones, el mensaje de los llamados constitucionalistas es que la Constitución es sólo un papel y, cuando interesa, se usa de papel higiénico. Han abierto una crisis institucional de la que ya veremos si el país consigue salir.
Comentarios
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