Josep L. Barona
Catedrático de Historia de la Medicina, Universidad de Valencia
En 1873 el médico alemán Max von Pettenkoffer publicó un informe titulado Über den Wert der Gesundheit für eine Stadt (Sobre el valor de la salud para una ciudad) en el que calculaba el coste económico de la enfermedad y la rentabilidad que reportaría a la ciudad de Munich la mejora del saneamiento y el alcantarillado en términos de descenso de la morbi-mortalidad. Unas décadas antes, el movimiento salubrista británico [Sanitary Movement], con Edward Chadwick al frente y con la evidencia estadística de los estudios de William Farr (1839), había popularizado el lema public health is wealth, la salud pública es riqueza. Estos dos ejemplos expresan la ideología reformista del liberalismo decimonónico, que pronto asimiló las ventajas económicas y sociales que representaba mantener una población sana y en buenas condiciones para la riqueza de las naciones.
Antes incluso del auge político del liberal-reformismo, desde el instante mismo de la Déclaration des Droits de l’Home, manifiesto de los revolucionarios franceses, el Comité de Salubrité (1790) recibió de Louis René Villermé informes contundentes sobre la lacra que representaba la enfermedad y las malas condiciones higiénicas en las prisiones y en los distritos más pobres y marginales de las ciudades. Los Ilustrados eran plenamente conscientes de que la pobreza y la desigualdad social constituyen el principal factor patógeno, y que la enfermedad empobrece a las naciones y es enemigo principal del progreso. La salud es riqueza y también indicador del grado de bienestar social. Por eso el higienismo fue hilo conductor de las políticas liberales en toda Europa desde mediados del siglo XIX, cuyas raíces cameralistas se dibujan en la Oratio academica de populorum miseria, morborum generatrice [Oración académica sobre la miseria de los pueblos como generadora de enfermedades], lección impartida por el médico austriaco Johann Peter Franck en 1790 en la Universidad de Pavía. Ese era también el ideario de Die Medizinische Reform (1848), publicación impulsada en la Alemania del liberalismo revolucionario por el exaltado médico Rudof Virchow.
El compromiso del reformismo liberal por garantizar el derecho a la salud y las negociaciones con el movimiento obrero dieron origen en toda Europa a diversas versiones de lo que los historiadores de la economía han denominado estado providencial, un contexto reformista que hizo surgir los seguros sociales y asumió la responsabilidad del estado en la garantía del bien común, esto es la asistencia social y sanitaria a los ciudadanos. Mientras en el contexto internacional las conferencias sanitarias incluían la salud pública en la agenda política, en nuestro país la Comisión de Reformas Sociales (1884) trasladaba a la palestra pública el debate sobre la cuestión obrera y a través del Instituto de Reformas Sociales (1903), de la Conferencia de Seguros Sociales (1917) y el Instituto Nacional de Previsión (1920) se iniciaban los cimientos de un Estado Providencial que asumía como imprescindible la política reguladora y estabilizadora del Estado y establecía los fundamentos del Estado de Bienestar, principal programa de desarrollo social europeo tras la IIª Guerra Mundial.
Mucho tuvo que ver el liberal-reformismo y el estado providencial en la erradicación de las grandes epidemias de cólera y en una transición epidemiológica que dejó atrás intolerables cifras de mortalidad infantil, tuberculosis (la peste blanca), enfermedades venéreas, paludismo, tifus, tracoma, lepra y deficiencias nutricionales crónicas que hoy asociamos al subdesarrollo, y que en muchos casos surgieron de nuevo en algunos países del este de Europa tras la caída del comunismo. La salud es un logro siempre amenazado. La historia ofrece argumentos contundentes que demuestran que el reconocimiento de la salud como derecho ciudadano y su incorporación a la agenda política (las políticas de salud pública) fue uno de los principales agentes de transformación social y de mejora de las condiciones de vida de la población europea durante la primera mitad del siglo XX. Es impensable la transformación de los indicadores sanitarios y el aumento espectacular de la esperanza de vida en nuestro país sin un descenso significativo de la morbi-mortalidad general y particularmente infantil, el control de las grandes epidemias, la prevención y tratamiento de las enfermedades infecciosas crónicas, un proceso gestionado desde el estado, que culminó durante los años de la Guerra Fría con la expansión de las políticas sanitarias del Estado de Bienestar.
La dimensión económica de la asistencia sanitaria no debería hacer olvidar su dimensión política, ni el esforzado proceso de construcción histórica de los sistemas públicos de salud y su significación para el progreso social y el avance de los derechos civiles. Hoy es un hecho universalmente aceptado que los indicadores de salud de una población constituyen un factor fundamental para medir el bienestar social, de una manera más analítica y refinada que otros indicadores económicos como la renta per cápita o el PIB, los niveles de consumo y otros. Los índices de salud miden con mayor finura y precisión el nivel de desarrollo humano de una sociedad y ponen de relieve las desigualdades. La primera crisis del modelo sanitario del estado de bienestar ya planteó en los años 1980, tras la llamada crisis del Petróleo, la expansión de políticas neoliberales privatizadoras en busca de grandes bolsas de negocio en la gestión de los servicios de salud. La actual crisis está siendo utilizada de nuevo como coartada para imponer una mirada reduccionista (puramente ligada a la gestión financiera) del sistema público de salud. En este asunto no deberíamos consentir que también el mercado se imponga a la política. La eficiencia y la buena gestión de lo público no exige privatizaciones, co-pagos, ni restricción de servicios o exclusión de grupos marginales, que acentúan las desigualdades y, por consiguiente deterioran los índices de salud de la población. Obviamente, este es el escenario ideal para el desembarco de compañías españolas o internacionales de seguros que se proponen obtener beneficios del desmembramiento del sistema público. A pesar de las engañosas estrategias de marketing, los datos de la OCDE y los estudios epidemiológicos y sociológicos serios demuestran que el sistema sanitario público español es comparativamente barato y eficiente, y con toda seguridad la mejora en la gestión acentuaría aún más esta virtud. No es incompatible la gestión pública con la eficiencia en el control del gasto farmacéutico, ni con la regulación del uso de las tecnologías, ni con una educación sanitaria del ciudadano menos medicalizadora y consumista, que sirva para contrarrestar la presión del mercado sobre el consumo sanitario.
Los especialistas en salud pública coinciden en señalar que las desigualdades son el principal factor generador de enfermedad y es incuestionable que la privatización de la sanidad, la restricción de servicios y la exclusión de grupos de población implica un aumento de las desigualdades y un riesgo real para el deterioro de la salud. Que los responsables políticos valoren la sanidad en términos de gasto y deleguen un derecho fundamental como es el derecho a la salud a la dinámica del mercado es una verdadera catástrofe, es una renuncia política intolerable y una conducta inmoral. El principal objetivo político frente a la crisis tendría que ser evitar el deterioro de la salud; nuestros políticos neoliberales deberían aplicarse el viejo aforismo popular que decía que "con la salud no se juega".
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