Este verano se cumplen 54 años de la llegada de los humanos a la Luna. Desde aquel primer paseo, un vertiginoso salto tecnológico ha permitido abaratar de forma extraordinaria el coste de los viajes ultraterrestres. Estamos pasando a toda velocidad de la época de la exploración espacial a la época de la explotación espacial.
Hoy, a diferencia de lo que sucedía durante la Guerra Fría, la carrera espacial ya no interpela sólo a dos superpotencias. Más actores se han sumado a la pugna ultraterrestre. No estamos hablando sólo de nuevos actores estatales. Es cierto que China, India y una larga retahíla de países (¡incluso Luxemburgo!) han articulado una ambiciosa agenda espacial. Pero sabemos que también han llegado para quedarse nuevos actores privados, como Blue Origin, la compañía de Jeff Bezos, o como Space X, la empresa de Elon Musk.
Aparte de la feroz competencia en el terreno militar, la rivalidad se agudiza también ahora en el campo comercial. Empieza a haber mucho dinero en juego. Este dinero está relacionado, no sólo con la evolución acelerada de la industria satelital, sino también con una amplia gama de actividades vinculadas a la nueva economía del espacio: la extracción de minerales en asteroides, el turismo espacial o la impresión 3D desde la órbita terrestre.
La Luna alberga minerales preciados y necesarios para la vida en la tierra. A su vez, ésta constituye un formidable trampolín hacia otros satélites, asteroides y planetas, más lejanos que la Luna, pero incluso de mayor suculencia desde el punto de vista de los recursos que atesoran.
Al espacio, como a la playa en verano, conviene llegar pronto, si lo que se quiere es elegir bien dónde plantar la sombrilla o en qué lugar estirar la toalla con holgura. Es evidente que quien antes logre estirar "la toalla espacial" gozará de una valiosa ventaja geopolítica.
Más de cinco décadas después del primer paseo lunar, y tras un largo paréntesis desde las últimas expediciones tripuladas, asistimos a un inminente regreso de los humanos a la Luna. El alunizaje ya no se plantea como una breve visita con la que proyectar poderío simbólico. El objetivo, ahora, pasa por instalarse en la zona, al menos una buena temporada, afianzar cotas de dominio geopolítico y rentabilizar la explotación de los recursos disponibles.
Los Estados -y las empresas- quieren estar en condiciones de defender sus intereses en el espacio. Ello implica que, si conviene, también hay que estar en disposición de atacar. En esta tesitura, las leyes con las que se gobierna el espacio exterior han quedado obsoletas. El Tratado del Espacio data de 1967. Y el Tratado de la Luna se firmó en 1979, aunque, por cierto, no fue ratificado por casi nadie. Repleto de ambigüedades, el marco legal existente prohíbe la apropiación y las reivindicaciones de soberanía en el espacio exterior, pero no prohíbe la explotación de sus recursos. Pero ¿a quién pertenecen estos recursos?
Sin leyes actualizadas que gobiernen la creciente competencia por el dominio del espacio exterior, el campo para futuras confrontaciones militares (o accidentes desafortunados) está cada vez más abonado. Así, vemos como en el contexto de este marco legal caduco, una superposición de nuevos proyectos, nuevas alianzas y nuevos acuerdos parciales entre países están contribuyendo a redefinir sobre la marcha las reglas del juego espacial. Y lo están haciendo de una forma que parece alejarse de la idea del espacio como "la provincia de toda la humanidad", aquella entrañable aspiración que recogía el Tratado de 1967.
La efeméride de la expedición de Armstrong, Aldrin y Collins a la Luna carece este año del magnetismo inapelable de las cifras redondas. Sin embargo, coincide con la publicación de dos obras interesantes que maridan las peripecias del espacio exterior con el debate geopolítico. Las dos obras ayudan a entender cómo, cada vez más, el estudio de la geopolítica internacional será incompleto si no se incorpora con claridad lo que podríamos llamar "la variable del cosmos".
El primero de los libros lo firma el periodista británico Tim Marshall, especializado estos últimos años en la forja de adictivos bestsellers de factura geográfica, y que en esta ocasión se aventura a analizar cómo el poder y la política en el espacio exterior cambiarán nuestro mundo. El segundo es del divulgador científico Joan Antón Català-Amigó y analiza la batalla por el dominio político-militar y económico del cosmos.
Lo que estos dos libros ponen de manifiesto es que para entender lo que ocurre en la tierra, hay que prestar cada vez más atención a lo que ocurre en los dominios de la astropolítica.
A principios del siglo XX, el geógrafo británico Halford Mackinder explicaba en su clásica "Teoría del Heartland" que quien controlara el Este de Europa estaría en disposición de controlar el mundo. Podría argumentarse que, hoy, aquello que Mackinder denominaba "el área pivote" ya no cabe buscarlo en la tierra. En buena medida, el área codiciada por cualquier potencia con ansias de dominio geopolítico global se halla ahora en el espacio exterior.
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