Juan Andrade Blanco
Doctor en Historia Contemporánea y profesor en la Universidad de Extremadura
Las alusiones a la Transición se han convertido en moneda corriente en los últimos meses de agudización de la crisis que atravesamos, una crisis que más allá de su eminente dimensión económica cabría calificar de civilizatoria. Las alusiones al proceso que en la segunda década de los setenta condujo de la dictadura de Franco al sistema constitucional hoy vigente han cobrado la forma habitual de invocación a lo que se supone fue el talante que allanó el camino de tan arduo trayecto: el consabido "espíritu del consenso".
Así, no son pocos quienes desde las atalayas mediáticas apelan "a un gran pacto de Estado" como panacea para salir de la crisis y para cuya cimentación habría que resucitar el citado espíritu de aquellos maravillosos años. Lo que llama la atención es que de entre quienes no se suman a este clamor no haya apenas quienes digan lo contrario, que quizá haya sido el consenso fáctico de las últimas décadas entre las élites políticas y mediáticas de este país el que, más allá de la teatralización histriónica de diferencias vanas o de ciertas discrepancias puntuales en torno a algunos valores cívicos, nos haya arrastrado a la catástrofe que vivimos. Semejante unanimidad se ha puesto de manifiesto en el culto a los dogmas neoliberales que precisamente se consagraron en aquellos años en los que por aquí andábamos transitando, elevados más tarde por unos y por otros a la categoría de ciencia o de sentido común; hasta que hoy, vistos sus efectos, quepa encuadrarlos más fácilmente entre las coordenadas de la cerrazón ideológica y los intereses espurios.
La imagen más cándida de esta sintonía ha sido ver a los supuestos antagonistas políticos flotando conjuntamente en el ensueño de la burbuja inmobiliaria y financiera y jactándose al unísono, o cada uno de ellos en el momento de su respectivo turno de gobierno, de los datos del crecimiento económico que descansaba sobre una base tan volátil. La sintonía también ha sido frecuente a la hora de aprobar las privatizaciones o desregulaciones que hoy en día hacen difícil embridar a la bestia desbocada de los mercados o en el respaldo sin fisuras a los acuerdos o tratados que, de Maastrich a Lisboa, han conducido a esta Unión Europea desvertebrada y postrada a los poderes fácticos que hoy se pretende enmendar. La escena más elocuente de esta unanimidad se produjo hace un año cuando los partidos mayoritarios y sus socios habituales aprobaron una reforma de calado que limitaba constitucionalmente el déficit público y facilitaba con ello la senda de los actuales recortes. Curioso fue ver cómo de la noche a la mañana se reformaba sin reparos la Carta Magna de 1978, el texto canónico e inviolable de aquellos años ejemplares cuya suficiencia no había dejado de afirmarse con extraordinaria beligerancia cada vez que alguien sugería sus límites o la caducidad de alguno de sus aspectos.
Quienes ahora reclaman el espíritu de la Transición lo hacen invocando una imagen idílica: la de unos dirigentes políticos con altura de miras que estuvieron dispuestos a dejar a un lado las desavenencias del pasado y sus discrepancias partidarias a fin de favorecer el bien común. Pero la realidad fue mucho más pedestre y nada tuvo que ver con lo que Habermas, el gran teórico del consenso, llamaría "una situación ideal de habla", aquella en la que todos los sujetos en discusión gozarían de idénticos recursos y primaría la voluntad de entendimiento del contrario. En primer lugar, conviene recordar que no todas las fuerzas políticas cedieron por igual, sino que, como es lógico, cada una lo hizo en función de su posición de poder. Lo que no suele decirse es que esta posición de poder dependió en buena medida de cómo había salido cada una de ellas de la dictadura: si de los cómodos despachos de Estado franquista o de sus sórdidos calabozos. Las alusiones a los resultados electorales de las primeras legislativas de 1977 como fuente de legitimación de esa posición de poder no pueden ocultar que todo el proceso estuvo condicionado por su arranque, que éste no entrañó una ruptura democrática con la dictadura y que ello hizo que la dictadura estuviera muy presente durante todo su proceso de reemplazo. Lo que resulta innegable es que el chantaje golpista cotidiano de una parte importante del ejército y de sus bases civiles forzó la cohesión entre las fuerzas políticas y que este chantaje fue rentabilizado por algunas de ellas en las negociaciones para amenazar a las contrarias con las calamidades que se desatarían si no cedían en sus aspiraciones programáticas. También hubo, todo hay que decirlo, quien en algún momento cedió gratamente por la satisfacción de pasar de paria en el exilio a ser reconocido públicamente como hombre de Estado. En cualquier caso, quienes añoran los acuerdos de aquellos años parecen ignorar (espero que no añorar) el miedo que los indujo. A quienes hoy trazan un paralelismo entre la gravedad de las circunstancias de entonces y las de ahora para justificar un consenso se les podría escapar sin quererlo otro paralelismo entre el ruido de sables de entonces y los ecos de la Espada de Damocles de la famosa "Troika" en la actualidad, lo cual nos llevaría a reflexionar sobre cuánto hemos avanzado en estas décadas en términos de soberanía y democracia.
La transición ha operado como el mito fundacional de nuestro actual sistema político, por eso llama la atención que se la invoque con tanta frecuencia cuando las bases socioeconómicas de este sistema están en descomposición y cuando su aparato institucional, desde el poder judicial a la Jefatura del Estado, permite escándalos de tal envergadura que hasta traspasan el denso blindaje mediático con que se los ha protegido. Los maestros de la historia nos han enseñado que los relatos sobre el pasado funcionan con frecuencia como una celebración encubierta del presente y que desde ese presente celebrado se presentan como regresivas o quiméricas todas las alternativas que se opusieron a su desarrollo. Ese ha sido el caso de muchas narraciones sobre la transición, orientadas a decirnos lo felices que debíamos sentirnos por vivir en una monarquía parlamentaria y en una Europa capitalista, y esa ha sido la actitud hacia las opciones políticas que apostaron por caminos alternativos, desprestigiadas desde un paternalismo condescendiente o una supuesta superioridad intelectual que cuesta trabajo reconocer como tal. Por eso a medida que el presente se vuelve más amargo vienen haciendo aguas esos relatos tan empalagosos de la Transición. Por eso aquellas opciones alternativas desprenden cada vez más racionalidad cuando se comparan con el cataclismo al que nos ha conducido el centrismo y la moderación, eufemismos del fanatismo constitucional y el radicalismo de mercado.
Pero también frente a esas visiones hagiográficas de la Transición ha proliferado una contrafigura crítica a veces sesgada que sitúa la fuente de todos los males actuales en aquel pecado original y presenta el proceso de transición como un mero cabildeo entre élites políticas presionadas sólo por arriba. Esta visión absuelve de toda responsabilidad al PSOE y al PP de sus 30 años de gobierno y obvia la dinámica de la globalización neoliberal que ha hecho de la crisis una crisis mundial y sistémica en la que el poder financiero ha venido confiscando la soberanía de las pocas instituciones susceptibles de control democrático existentes a nivel nacional, sin construirse otras europeas o internacionales donde pudiera ejercerse ese control. Pero lo peor de esta visión es que desprecia la influencia determinante ejercida contra la dictadura por los movimientos sociales y sus idearios políticos, que, con su presión desde abajo, fueron el verdadero motor del cambio democrático. Creo que es ahí, en el excedente utópico que todavía rezuman, en el que cobra sentido invocar la ejemplaridad de los años de la Transición para reconstruir hoy las bases de la democracia y la justicia social desde proyectos de emancipación que habrá que actualizar, y para hacerlo, sobre todo, sin miedo.
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