El neoliberalismo —dice Quinn Slobodian— no es un sistema económico, sino una teoría del Estado. No quiere acabar con él —dice Juan Álvarez—, sino hacer de él su empleado. Reorientarlo, redefinirlo, consagrarlo al servicio puro y crudo de la propiedad. Pero nunca eliminarlo, porque el Estado presta servicios muy valiosos al mercado, a los que sería insensato que el capital renunciase: garantía del derecho de propiedad, fuerza para obligar a que se cumplan los acuerdos y los contratos, arbitraje en disputas, neutralización del disenso anticapitalista, mantenimiento de la oferta monetaria, construcción de infraestructuras, etcétera. Alguien tiene que reprimir las huelgas, a los sindicatos, y el monopolio estatal de la violencia viene de perlas para eso. El Estado, en un orden capitalista desembridado, puede incluso crecer, revigorizarse: que se lo digan si no a los chilenos que padecieron la dictadura de Augusto Pinochet. Wilhelm Röpke, uno de los padres del ordoliberalismo —exiliado del nazismo en su momento, defensor del Apartheid más tarde—, decía en una ocasión en carta al jurista Marcel van Zeeland:
Es posible que, en mi opinión del "Estado fuerte", yo sea incluso "más fascista" que usted, porque, de hecho, me gustaría que todas las decisiones de política económica se concentrasen en manos de un Estado totalmente independiente y vigoroso al que no debilite ninguna autoridad pluralista de tipo corporativista [...]. Ansío que la fuerza del Estado estribe en la intensidad de sus políticas económicas, no en su amplitud. Cómo debe diseñarse la estructura jurídica constitucional de tal Estado es una cuestión para la que no tengo una propuesta patentada que ofrecer. Coincido con usted en que las viejas fórmulas de democracia parlamentaria han demostrado ser inútiles. La gente debe acostumbrarse al hecho de que existe también una democracia presidencial, autoritaria y, sí, incluso —horribile dictum— dictatorial.
La victoria del siniestro Javier Milei en Argentina nos ofrece ya muestras descarnadas de todo esto: su motosierra se ensaña inmisericordemente con ministerios como el de Sanidad o el de Educación, pero deja intactos todas y cada una de las carteras ministeriales en cuyo interior hay una cachiporra. De los ocho ministerios que dejará en pie, tres son Seguridad, Defensa e Interior. Los otros cinco, Capital Humano, Infraestructura, Economía, Relaciones Exteriores y Justicia. Como resume Guillermo Zapata, "cuatro ministerios para infligir un dolor enorme a la sociedad y otros cuatro para intentar que no pueda defenderse del dolor que le infliges"; como dice Jónatham F. Moriche, "quitar todo lo de comer, educar y curar y soltar la correa de todo lo de apalizar, encerrar y llegado el caso matar gente".
Debemos estar atentos al desempeño de Milei, porque abre un escenario no del todo inédito, pero llamado a replicarse en otras partes en el futuro. Al de Milei o, por mejor decir, al del triunvirato que ha ganado en realidad las elecciones argentinas, formado por el propio Milei, el expresidente Mauricio Macri y Victoria Villarruel, defensora abnegada de las juntas militares, que propone derribar la antigua ESMA, centro de tortura convertido en un museo ejemplar de los horrores de la dictadura, y reclama la liberación de los tiranos encarcelados. De ella se cuenta que, tras conocerla, Pedro Mercado, otro ultraderechista defensor de la dictadura, contó que era la primera vez en su vida que se había sentido a la izquierda de alguien.
El rey medieval tenía dos cuerpos, según la célebre formulación de Kantorowicz, y el soberano posmofascista tiene tres, que en Argentina se aprecian con total nitidez: el bufón (Milei), el verdugo (Villarruel) y el ratero (Macri). El ratero saquea, el verdugo reprime a quienes se revuelven contra el saqueo, y el bufón atrae sobre sí con sus astracanadas la atención que permite que el ratero saquee. Hay diferencias entre ellos, a veces notables: a una nacionalista como Villarruel no debe de resultarle agradable la admiración entusiasta de Milei hacia Margaret Thatcher, el ogro femenino de la derrota humillante de las Malvinas. Milei no es nacionalista, sino un internacionalista del anarcocapitalismo, que ha cimentado su triunfo también en formas rudas de desprecio antinacional, denuestos de una Argentina sin remedio y por civilizar. Pero las distintas formas del odio homicida al zurdo y el servicio al capital siempre encuentran la manera de ser arrieros, y en el camino encontrarse. Leopoldo Galtieri –el general que metio a Argentina en la Guerra de las Malvinas– y Thatcher pueden darse la mano cuando se trata de aquello que así expresaba hace tiempo la cuenta crisp mattman de Twitter: "Los libertarianos se vuelven de ultraderecha en el momento en que se dan cuenta de que mantener las relaciones de propiedad actuales requerirá un genocidio".
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