He empezado esta colaboración varias veces intentando escribir sobre temas diferentes. Todos ellos pertenecían a la actualidad y tenían que ver con asuntos como el de la convivencia y la polarización de una sociedad que se aboca cada vez más al blanco y al negro, que se aleja de los grises y los matices y que está cada vez más condicionada por la contaminación mediática y de las redes sociales, incapaz ya de discriminar entre lo verdadero y lo falso.
Sin embargo, a medida que avanzaba en la redacción sobre cualquiera de esos temas, me iba dando cuenta de que nada de lo que escribía, pese a su gravedad, era lo que más me preocupaba ni en lo que estaba pensando realmente. Lo que más me preocupa, me ocupa y moviliza desde hace cuatro meses es esa guerra/masacre/genocidio/asesinato en masa que está teniendo lugar en Gaza.
El descomunal crimen que se está llevando a cabo tiene unos tintes tan perversos y abominables que resulta imposible apartarlo del pensamiento. La indignación y la vergüenza que provoca están convirtiendo al planeta en un cenagal sangriento, donde se violan derechos y se asesina inocentes, mientras nosotros, los testigos de la fortaleza Europa, apenas nos movemos para denunciar.
Mientras en los parlamentos se discute sobre cómo denominar la carnicería: guerra, genocidio, defensa propia, conflicto armado, exterminio, masacre... y mientras las bombas no dejan de explotar y reventar seres humanos, se sigue teniendo cuidado con no ofender demasiado al gobierno criminal que lo está perpetrando. No vaya a ser que nos acusen de antisemitismo o de promover el odio hacia el pueblo judío.
Y la cifra de muertos sigue aumentando. Sobrepasa a fecha de hoy las 27.000 personas, entre ellas, no lo olvidemos, alrededor de 13.000 niñas y niños. ¡13.000 niñas y niños muertos! ¿Nos hemos parado a pensar el horror que encierran estas cinco palabras?
Cuando me fijo en esos otros niños que juegan en nuestros parques o pasean por las calles de nuestras ciudades; cada vez que veo a uno de ellos reír, llorar, jugar, mirar con su inocencia infinita lo que les rodea, pienso inevitablemente en los niños y niñas que han muerto y siguen muriendo bajo las bombas y los escombros de Gaza.
Imagino el dolor de sus padres, hermanos y abuelos, si es que siguen con vida, y se me hace entonces mucho más difícil entender la pasividad con la que asistimos a la matanza. Solo imaginado, el horror se vuelve insoportable. ¿Cómo ha de ser vivir el día a día del infierno provocado por ese absoluto demonio llamado Netanyahu?
Mientras el contador de la guerra sigue sumando víctimas y los titulares de los periódicos nos informan, nosotros terminamos de desayunar, vamos al gimnasio o asistimos a un concierto, a una obra de teatro o nos tomamos una caña.
Hay un factor muy preocupante precisamente en ese hecho: en llegar a considerar un genocidio como algo que podemos soportar, aprender a convivir con ello, convertirlo en algo cotidiano y pensar que no nos afecta y que no está haciendo del mundo un lugar mucho peor de lo que era antes de empezar a producirse.
Estaría bien considerar que cada niño o niña muerta en Gaza es un hijo o nieto nuestro, que cada ser humano del planeta es parte del Ser Humano Universal del que todos formamos parte. Asistir sin hacer nada a la muerte de inocentes nos convierte en cómplices del asesino.
La matanza que está llevando a cabo el ejército de Israel, llevándose por delante a miles de inocentes con el argumento de que tienen derecho a defenderse, debería no solo quitarnos el sueño, sino provocar que nos levantáramos cada día con el propósito de hacer lo posible por acabar con ella de inmediato, o al menos, no dejar de denunciar la barbarie, y exigir, sobre todo, que se bloquee el comercio de armamento con un país que desde su creación se ha ido convirtiendo en uno de los mayores peligros para la paz mundial.
El gobierno de Israel sí tiene claro su objetivo y lo lleva adelante sin dudar: además de los bombardeos indiscriminados contra la población civil, está decidido a bloquear la ayuda humanitaria y a dejar que mueran de hambre, frío o enfermedad todos y cada uno de los habitantes de Gaza. Y todo ello lo ejecutan impunemente, sin que sus socios internacionales tomen decisiones para evitar que siga adelante la masacre. El asesino anda suelto y nadie parece estar dispuesto a detenerlo.
Ante la pasividad de la mayor parte de gobiernos, consuela la reciente exposición ante la Corte Internacional de Justicia por parte de Sudáfrica de lo que definen como "un patrón de conducta genocida". Ayudan también a mantener la confianza en el ser humano las iniciativas ciudadanas que convocan manifestaciones de protesta, o los eventos deportivos donde se empieza a negar el saludo a los equipos que representan a Israel o iniciativas como la que intenta evitar la participación de dicho estado en el Festival de Eurovisión.
Consuela pensar que quizá las iniciativas ciudadanas, las de los de a pie, pudieran llevar a los gobiernos a abandonar su pasividad y a tomar medidas contundentes que acaben con esta guerra que, además de resultar tan sangrienta, amenaza con incendiar Oriente Medio y quizá todo el planeta.
El problema es que mientras tanto, no lo perdamos de vista, siguen muriendo inocentes y pronto no quedarán niños con los que jugar en Gaza. El problema es que cuando Netanyahu sueña su Israel, el resto del mundo es arrastrado a la pesadilla.
Comentarios
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